Por puro azar tropecé ayer con su mensaje en La Correspondencia Sentimental cuando aguardaba turno en la antesala del doctor. Yo solamente hojeaba la revista por encima pero, al transitar por la página que inserta su minuta, algo tiró de m¡, se diría que aquellas líneas estaban imantadas, cobraron de repente relieve y movimiento, de modo que no pude sustraerme a su llamada. La leí. Leí su minuta varias veces como si aquellas sencillas palabras rescataran una segunda, profunda, arcana intención. Y ahora, de regreso a casa, sin prisas, antes de encender el televisor, me he decidido a escribirle estas letras.
Ante mí tengo su mensaje, lacónico pero expresivo. He incurrido en una pequeña fechoría que nunca me creí capaz de cometer: he arrancado la página de la revista que lo insertaba. Han sido unos instantes tensos, durante los cuales me he sentido tan innoble como si estuviese cometiendo un crimen. Y, bien mirado, algo de crimen hay en este acto mío de mutilar una publicación y reducir así el eco de su llamada, restarle la parte de resonancia que cabía esperar del ejemplar del que yo, mediante malas artes, me he incautado. Dejando al margen esta indignidad, el efecto de su mensaje fue instantáneo; yo no dudé un segundo de que aquellas palabras me estuvieran destinadas.¿Por qué?
No es sencillo explicarle esto. Su nota (referencia nº 921) que tengo aquí, ante mis ojos, dice así: «Señora viuda, de Sevilla, cincuenta y seis años, aire juvenil, buena salud. Cincuenta y tres kilos de peso y un metro sesenta de estatura. Aficionada a música y viajes. Discreta cocinera. Con caballeros de hasta sesenta y cinco años, similares características». Bien mirado, nada de particular pero, como le digo, aquella nota, entre tantas, reclamó mi atención, me hechizó, hasta el extremo de no leer ninguna más. De modo que allí me quedé, inmóvil, sentado en la silla, junto a la puerta, la mirada fija en aquellos renglones, cuya tipografía, en cursivas del 8, en nada se diferenciaba de la de los demás; tampoco, en rigor, los conceptos que, más o menos, con variaciones de edad, sexo, estatura o residencia, eran los mismos y, sin embargo, algo había en ellos que tiraba de mí, que me inducía a sentirme su destinatario. ¿La alusión al atractivo aire juvenil de usted? ¿La proporcionada figura que se deduce de su estatura y peso? ¿Su buena salud? ¿La seguridad en sí misma que se desprende de la redacción de la minuta o, tal vez, el orden en que usted enumera sus dotes personales elevándose de lo más trivial a lo más noble, para terminar subrayando su don culinario como dando a entender que la música, cuando proceda, no le impide volar más a ras de tierra y encerrarse en la cocina a freír unas patatas?
Soy un convencido de que uno de los síntomas más obvios de la decadencia de Occidente reside en el progresivo desdén por la cocina. A las muchachas de hoy no es infrecuente escucharlas que ellas no pierden el tiempo cocinando. ¿Cree usted, señora, que el tiempo que se emplea en la cocina es tiempo perdido? La cocina, hasta hace poco, ha sido uno de los pilares culturales que aún respetábamos pero de unos años a esta parte ¬¡qué degradación, señora mía! La sustitución de la cocina económica por el gas y la electricidad, las parrillas del alcohol, la olla a presión, ¡¬qué nefastos inventos! Y, por si fuera poco, la ceba artificial del ganado, el enlatado, la congelación... Pero lo grave del caso es que todo esto se nos presenta como un avance, como una conquista, cuando, en realidad, la salazón de carnes y pescados es un recurso tan viejo como el mundo. ¿Dónde estriba la novedad?, pregunto yo, ¿dónde el progreso?
Mi difunta hermana Eloína, que gloria haya, veinte años mayor que yo, guisaba primorosamente, pero a la antigua. Nunca utilizó otro procedimiento que la cocina económica. Mediante la leña y el carbón y una sabia manipulación del tiro, conseguía el punto de los alimentos. Ése era todo su secreto. Y no se piense usted, señora, que en nuestra casa se condimentaran selectos manjares, porque lo que hace de la cocina un arte es precisamente lo contrario, halagar el paladar con lo sencillo, darle un punto requerido a lo cotidiano: un cocido castellano, unas sopas o unas lentejas. ¡¬Qué cocidos preparaba mi difunta hermana Eloína!
El jueves pasado, en casa de mi fiel amigo Baldomero Cerviño, compañero del periódico, me obsequiaron con un cocido y no voy a decirle a usted que estuviera malo pero allí faltaba algo esencial y ¿sabe usted qué era?: el relleno. ¿Concibe usted, señora, un cocido castellano sin relleno? A mi entender, el relleno es la quintaesencia del cocido, el cocido mismo. Un relleno esponjoso, tierno, sabroso, empapado de la sustancia del guiso, es lo que nos da la medida de este plato. Otro error, muy frecuente en este punto: sustituir el repollo por coliflor. Costumbres, dirá usted, pero eso no es un argumento; yo creo que hay que resistir contra estos atentados, los sucedáneos no deben prevalecer, no podemos permitirlo. En la cocina, no es lícito saltarse a la torera la tradición como no es lícito prescindir del punto. Ambos son indispensables; sin ellos no hay cocina. ¿Admitiría usted, señora, una paella del interior sin chorizo ni pimientos morrones?
Pensará usted, a la vista de lo escrito, que su corresponsal es un glotón insaciable, un ser que solamente piensa en comer, cuando a mi la comida me agrada con mesura y discreción. Aborrezco a los tragones, quizá por despecho, porque desde joven tuve un estómago delicado, tal vez porque mi profesión no haya sido la más indicada para gozar de los placeres gastronómicos. Desde niño fui sobrio para comer, pero como hombre de paladar me gustan los alimentos sazonados y en su punto.
A pesar de todo, rechazo que fuese su alusión a la cocina lo que me sedujo de su nota en La Correspondencia Sentimental. Posiblemente lo que me sedujo no estaba escrito allí, era, digamos, un valor entendido. Entre líneas, vacilando entre la seguridad y la indecisión, usted venía a proclamar que necesitaba una voz amiga. Seguramente fue esto lo que me conmovió. El hecho es que me hallaba solo en la antesala del doctor y resolví arrancar la página de La Correspondencia. ¡Qué momento tan peliagudo! Nunca he tomado nada ajeno y mutilar una publicación, aunque se trate de un diario, me produce al mismo tiempo repugnancia y rubor. Cabía haber anotado en mi agenda su número de referencia y la dirección de la revista pero no se me ocurrió. ¿Digo verdad? ¿Es cierto que no se me ocurrió o tal vez imaginé que llevándome aquella página hacia mío algo de usted, me apropiaba del aquel SOS lanzado al azar? Imposible responderle. No puedo afirmar ni negar con certeza ninguno de los dos extremos. Soy hombre irresoluto y, a veces, pienso con amargura que me moriré sin conocerme. ¿Sabe usted en todo momento a qué obedecen sus decisiones? ¿Nunca se dejó arrastrar por las circunstancias? ¿Jamás actúa por intuición, indignación o temor?
Yo estaba sentado, como le digo, junto a la puerta, oyendo el runrún de la voz del doctor del otro lado del tabique, y, en el momento de arrancar la página, me asaltó el temor de que pudiese presentarse la enfermera de improviso. Había cogido la hoja por la parte superior, abarquillada bajo la palma de la mano, sintiendo el suave tacto de su superficie, y no me faltaba más que tirar, rasgarla por la línea de grapas, plegarla y guardarla en el bolsillo. La cosa era bien simple. No obstante me sentí incapaz. Mis dedos se paralizaron, quedaron fláccidos, como sin fuerza, mientras mis ojos se volvían hacia el picaporte. ¿Qué hubiese pensado la enfermera si me sorprende en este trance? ¿No estaban aquellas publicaciones sobre la mesa para solaz de los pacientes, y yo, con mi actitud incivil, estaba truncando su objetivo? Escuché. Aparte del runrún de la voz del doctor del otro lado del tabique, no se oía nada, el silencio, y, entonces, me decid¡, tiré de la hoja y la arranqué, con tal premura y turbación que desgarré parte de la hoja opuesta. ¬¡Qué amargos momentos, amiga mía! Allí me vería usted doblarla apresuradamente y ocultarla, con un movimiento desmanotado, en el bolsillo de la cartera. Durante cinco minutos estuve sintiendo los rudos golpes de mi corazón hasta que me calmé, pero cuando, al poco rato, se presentó la enfermera, los golpes se reanudaron, en tanto yo miraba la revista que acababa de mutilar con aprensión, como si la portada fuera transparente, y aquella muchacha pudiera darse cuenta del desaguisado de un vistazo.
Ahí tiene usted, señora mía, de qué azarosa manera he establecido contacto con su mensaje de La Correspondencia Sentimental. Confío no haberla importunado con los renglones que anteceden. Mi nombre completo es Eugenio Sanz Vecilla y, si lo tiene a bien, puede usted contestarme a Cánovas, 16, 3.º, derecha.
Con respeto y amistad,
E.S.
MIGUEL DELIBES
Cartas De Amor De Un Sexagenario Voluptuoso