La ciudad es un caldero. A lo lejos se ve el aire caliente deformando las siluetas de la gente y de los autos. Los árboles parecen dormirse exaustos y abatidos. El aire pesa. Los pulmones no alcanzan.
Por la ventanilla del colectivo el aire que entra parece quemar, parecía que viajábamos sobre la puerta del infierno. Sofocos. Los kioscos no tienen tanta agua como la que se necesita. Se agotaron todas las marcas de agua mineral. Solamente quedan las naturales, las que no están frías. Y de todas maneras, a temperatura natural, cualquier botella de agua y de cualquier tamaño es bienvenida.
El colectivero parece desmayarse en cualquier momento, pero soporta. Alguien le dijo que se desabroche la camisa y se arremangue, que así no hay cuerpo que aguante el calor de la ciudad sumado al del motor de una máquina obsoleta.
Los porteños estamos cocinados. Mientras caminaba por Avenida San Martín y Nazca vi una mujer que me trajo la sensación de que si alguien la mordía estaría crocante: estaba negra, tostada por el sol, bronceadísima. Una laburante más. Una mujer que laburaba en la calle, sería corredora de bebidas, o algún tipo de vendedora ya que iba con una cuadernola y un aparato electrónico que he visto en los supermercados chinos a los vendedores de mercaderías.
Mientras, tras la cordillera de los Andres, las colimbas chilenas se divierten y aparecieron unas fotos en internet. Escándalo tremendo en el ejército chileno. ¿Serían colimbas de verdad o serían unas locas que fueron llamadas para joder? En fin, el mundo da para todo.
Mientras, aquí seguimos en el horno. En el infierno con un titán echándole carbón a la caldera...
Pienso en la costa uruguaya, en la arena fina que parece azúcar impalpable... ¡ay...., si siento el ruido de las olas al romper! ¡el frescor de la brisa de mar y río! ¡los eucaliptus balanceándose y murmurando mi nombre!
Es un sueño. Y soñar aún no cuesta nada. Me despido...
Por la ventanilla del colectivo el aire que entra parece quemar, parecía que viajábamos sobre la puerta del infierno. Sofocos. Los kioscos no tienen tanta agua como la que se necesita. Se agotaron todas las marcas de agua mineral. Solamente quedan las naturales, las que no están frías. Y de todas maneras, a temperatura natural, cualquier botella de agua y de cualquier tamaño es bienvenida.
El colectivero parece desmayarse en cualquier momento, pero soporta. Alguien le dijo que se desabroche la camisa y se arremangue, que así no hay cuerpo que aguante el calor de la ciudad sumado al del motor de una máquina obsoleta.
Los porteños estamos cocinados. Mientras caminaba por Avenida San Martín y Nazca vi una mujer que me trajo la sensación de que si alguien la mordía estaría crocante: estaba negra, tostada por el sol, bronceadísima. Una laburante más. Una mujer que laburaba en la calle, sería corredora de bebidas, o algún tipo de vendedora ya que iba con una cuadernola y un aparato electrónico que he visto en los supermercados chinos a los vendedores de mercaderías.
Mientras, tras la cordillera de los Andres, las colimbas chilenas se divierten y aparecieron unas fotos en internet. Escándalo tremendo en el ejército chileno. ¿Serían colimbas de verdad o serían unas locas que fueron llamadas para joder? En fin, el mundo da para todo.
Mientras, aquí seguimos en el horno. En el infierno con un titán echándole carbón a la caldera...
Pienso en la costa uruguaya, en la arena fina que parece azúcar impalpable... ¡ay...., si siento el ruido de las olas al romper! ¡el frescor de la brisa de mar y río! ¡los eucaliptus balanceándose y murmurando mi nombre!
Es un sueño. Y soñar aún no cuesta nada. Me despido...
Wilhemina
en una playa imaginaria