La mañana transcurrió en medio de un mundo de gente que venía, entraba y salía del local como si fuera el último día del mundo. La caja registradora no daba abasto de tanto y tanto registrar tickets, las boletas de consumo detallado estaban por acabarse y Juana estaba al borde del ataque de nervios.
El encargado del local estaba enfurecido porque la gente se amontonaba en la caja y porque los demás empleados tampoco daban abasto con los pedidos a domicilio y los pedidos del mostrador. En fin..., la carnicería parecía una feria de domingo con toda esa gente dentro, como si fueran turistas recorriendo un paseo de la ciudad.
A las doce y treinta, Juana hizo el arqueo de la caja y se retiró, gracias a Dios y a su buen criterio, con el un buen arqueo de caja, sin faltantes ni sobrantes. Deseando irse después de una discusión con el encargado, que no dejaba de atormentarla y de acosarla cada día, y hoy no había sido la excepción.
Juana pensaba constantemente que ser mujer no era una ventaja para ciertos trabajos y ciertos lugares, que la vida no era justa, y se preguntaba por qué diablos toleraba tantas groserías y tantas insinuaciones de un tipejo que apenas había terminado la escuela primaria y que en varias ocasiones había intentado agredirla físicamente pero sin éxito, gracias a los demás compañeros de la carnicería que siempre estaban cerca y con los ojos bien abiertos, sabiendo que este energúmeno estaba dispuesto a todo con tal de conseguir que ella se acostara con él.
La tarde era calurosa y debía tomar el subterráneo en la estación de Castro Barros, de Once a Caballito en menos de 20 minutos, y estaría en la frescura de su casa y se daría un baño refrescante para luego regresar a las cuatro y media a padecer el mismo tormento hasta las nueve de la noche.
El calor era agobiante, el subte parecía un baño turco. Llegó el tren. Paró y se subió en el último vagón esperando la soledad de un rincón, ya con los ojos llenos de lágrimas.
La gente la miraba sin decir nada. La observaban. La estudiaban. Un par de mujeres muy bien arregladas se reían al mirarla y mientras, conversaban; seguramente hablarían de ella, era demasiado obvio.
Había alguien detrás de esas dos mujeres, que la miraba insistentemente. Como pensativo. Un hombre, Un desconocido. Juana pensaba qué sería lo que estaba pensando ese hombre. De pronto este señor se acercó a ella y le preguntó sin vueltas por qué estaba llorando, porqué estaba tan angustiada.
- Porque tengo problemas y no quiero ser grosera, pero creo que no es su asunto, por favor déjeme sóla.
- No. Perdóname, no te asustes, no soy un loco, ni un pesado...
Juana lo interrumpió.
- No, si yo no quise decir eso. Sé quien sos, te reconozco. ¿Qué haces en el subte?
- Me escapo, como vos.
Una sonrisa se dibujó en la cara de Juana y la sonrisa fue correspondida. Mientras, detrás de ellos, las dos mujercitas bien arregladas se quedaron boquiabiertas. También se habían dado cuenta de quién se trataba, quién era el hombre que hablaba y sonreía con Juana.
- Te invito un café.
- No sé si debo, mira, soy casada, no quiero problemas y no estoy dispuesta a nada; perdona la franqueza, pero no quiero ni me interesan las aventuras.
- Vamos, no seas mal pensada, ¿acaso crees que ando levantando mujeres casadas en el subterráneo?
- No, pero por las dudas te lo aclaro. Te agradezco el interés, entiendo que poca gente tiene un gesto como el que vos tuviste conmigo, pero no hace falta que me invites a nada, no quiero que me tengas lástima. Solamente tengo problemas y a veces lloro, no te preocupes, no pasa nada.
- Mirá, hagamos una cosa, ¿hasta dónde vas?
- Acoyte y Rivadavia.
- Bueno, bárbaro, bajamos en Acoyte y Rivadavia y tomamos un café en Elizabeth, si? ¿Conocés el boliche?
- Sí, lo conozco.
- Bueno, es un lugar bien concurrido y vas a estar rodeada de gente. Así perdés el miedo. Si no te sentís cómoda, te vas y listo. ¿De acuerdo?
- OK. Vamos, te acepto el café.
Bajaron en Acoyte y Rivadavia, y para sorpresa de Juana nadie los molestó; la gente se daba vuelta a mirar pero nadie se acercó a pedir autógrafos ni a nada. Los pensamientos de Juana volaban y se sintió afortunada porque seguramente muchos de los chicos y chicas que se cruzaban con ellos hubieran hecho cualquier cosa por estar con este personaje tan conocido.
© VERONICA CURUTCHET