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5 may 2008

TOBERMORY de SAKI


Era una lluviosa y fría tarde de fines de agosto, durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en alguna cámara fri­gorífica, y no hay nada que cazar. Salvo que uno se encuentre en un sitio ubicado al norte del canal de Bristol, en cuyo caso se puede perseguir legalmen­te robustos ciervos rojos. La casa de Lady Blemley, donde transcurría la reunión, no estaba al norte del canal de Bristol, de modo que esa tarde sus hués­pedes estaban todos reunidos en torno de la mesa del té. Pese a lo insulso de la estación y a la trivia­lidad de la ocasión, no había aún signos en el grupo de ese impaciente aburrimiento que suele prece­der a una partida de bridge. La atención de todos se concentraba sin disimulo en la personalidad ex­travagante del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de Lady Blemley él era el que tenía la más dudosa reputación. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la modesta expectativa, por parte de la anfitriona, de que por lo menos alguna parte de su inteligen­cia contribuyera al entretenimiento general. Has­ta la hora del té, Lady Blemley no había podido descubrir hacia qué dirección, si la había, apuntaba esa inteligencia. No era ingenioso, ni tampoco un campeón jugando al croquet, no tenía mayor ca­risma y no sabía organizar representaciones tea­trales de aficionados. Su aspecto exterior tampoco correspondía al tipo de hombre al que una mujer estaría dispuesta a perdonarle cierto grado de li­mitaciones mentales. Y ahora pretendía haber lan­zado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomo­tora resultaban juegos de niños. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones du­rante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer más al campo del milagro que al del descubri­miento científico.

-¿Y usted realmente nos pide que le creamos -decía Sir Wilfrid- que ha descubierto un método para ins­truir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer dis­cípulo con el que obtuvo un resultado feliz?

-Es un problema en el que he trabajado durante los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero solo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Expe­rimenté, por supuesto, con miles de animales, pero últimamente me he limitado a los gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan ma­ravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados ins­tintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como su­cede también entre los humanos, y cuando co­nocí hace una semana a Tobermory me di cuen­ta inmediatamente de que estaba ante un «supergato» de extraordinaria inteligencia. Ha­bía llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la cima.

El señor Appin concluyó su notable afirmación con una voz a la que se esforzó por despojar de toda inflexión de triunfo. Nadie dijo «ratas» aunque los labios de Clovis esbozaron una contor­sión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.

-Quiere decir -preguntó la señorita Resker, des­pués de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y entender oraciones simples de una sola sílaba?

-Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el hacedor de milagros-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos con retrasos mentales; cuando se ha resuelto el problema y se comienza con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se nece­sitan para nada esos métodos elementales. Tobermory puede hablar nuestra lengua con abso­luta corrección.

Esta vez Clovis dijo claramente: «Réquete­rratas». Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.

-¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nues­tra cuenta? -sugirió Lady Blemley.

Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos espe­raron resignadamente asistir a un acto de ventrilo­quia más o menos hábil.

Sir Wilfrid volvió al instante con el rostro pálido y los ojos dilatados por el asombro.

-¡Caramba, es verdad!

Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.

Mientras se dejaba caer en un sillón, agregó con voz entrecortada:

-Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar». Parpadeó como es su costumbre, y entonces, ¡Dios mío!, me dijo, articulando con lentitud, del modo más es­pantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.

Appin se había dirigido a un auditorio completa­mente incrédulo; las palabras de Sir Wilfrid resul­taron ser, al instante, plenamente convincentes. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la torre de Babel; en medio de ellas, el científico permaneció sentado, gozando en silencio del pri­mer fruto de su maravilloso descubrimiento.

En medio del clamor Tobermory entró en el cuar­to y se abrió paso con delicadeza y estudiada indi­ferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno de la mesa del té.

Un repentino silencio, tenso y extraño, dominó a los presentes. Por algún motivo resultaba incómo­do dirigirse en términos de igualdad a un gato do­méstico de reconocida habilidad como cazador.

-Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó Lady Blemley con un tono un poco tenso.

-Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada con un aire de absoluta indiferencia.

Todos se estremecieron al oír la respuesta. Lady Blemley volcó un poco de leche fuera del tazón debido a que la emoción alteró su pulso.

-Me temo que derramé bastante -se disculpó.

-Después de todo, la alfombra no es mía -replicó Tobermory. Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Evidentemente no pensaba responder las pregun­tas que le resultasen aburridas.

-.Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.

-¿De la inteligencia de quién en particular esta­mos hablando? -preguntó fríamente Tobermory.

-¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.

-Me pone usted en una situación embarazosa -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cier­to el menor embarazo-. Cuando se propuso incluir­la entre los huéspedes, Sir Wilfrid protestó alegan­do que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley contestó que la falta de cerebro era precisamente la cualidad que había tenido en cuenta para invi­tarla, puesto que no conocía a ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo auto­móvil. Ya sabe cuál, el que llaman «la envidia de Sísifo» porque va cuesta arriba con facilidad, sola­mente si se lo empuja.

Las protestas de Lady Blemley habrían valido de algo si no fuera porque aquella misma mañana le había sugerido a Mavis que el auto en cuestión era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.

El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.

-¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?

No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era un error.

-Uno no suele discutir esos temas en público -res­pondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude ob­servar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo des­viara la conversación hacia sus pequeños asuntos.

El mayor no fue el único dominado por el pánico luego de escuchar estas palabras.

-¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -se apresuró a decir Lady Blemley, fin­giendo ignorar el hecho de que faltaban por lo me­nos dos horas para la cena de Tobermory.

-Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.

-Los gatos tienen siete vidas, do sabes? -dijo Sir Wilfrid con ánimo cordial.

-Posiblemente -replicó Tobermory-, pero solo un hígado.

-¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿quie­res que este gato salga a contar chismes sobre no­sotros a nuestros criados?

El pánico se generalizó. Se recordó con espanto que una barandilla ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de la casa y que ése era el paseo favorito de Tobermory a toda hora. Desde allí podía vigilar a las palomas y... Sabe Dios qué más. Si su intención era ponerse a recordar en voz alta todo lo que había visto con su actual tendencia a la fran­queza, el efecto sería más que desastroso. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente al tocador y cuyo rostro tenía fama de poseer una naturaleza cambiante, se mostraba tan incómoda como el ma­yor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; aun cuando uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no necesariamente desea que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, adquirió una tonalidad blanco mate, como de gardenia. Sin embargo, no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que intentaba seguir la carrera eclesiástica y a quien posi­blemente perturbaba la idea de enterarse de los es­cándalos de otras personas. Clovis mantuvo la com­postura. Interiormente se preguntaba cuánto tiem­po le tomaría conseguir una caja de exóticos ratones a través de Exchange & Mart, para utilizarlos como soborno. Aun en una situación delicada como la que tenía lugar, Agnes Resker no podía resignarse a que­dar en un segundo plano por mucho tiempo.

-Para qué habré venido? -preguntó en un tono dramático.

Tobermory aprovechó enseguida la oportunidad:

-A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Usted describió a los Blemley como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un coci­nero de primer nivel; de otro modo les resultaría difícil encontrar a alguien dispuesto a volver por segunda vez a su casa.

-Nada de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señera Cornett! -exclamó Agnes, incómoda.

-La señora Cornett comentó, al hablar luego con Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory-, «Esa mu­jer está entre los desocupados que van a la Marcha del Hambre; iría a cualquier lado por cuatro comi­das al día», y Bertie van Tahn dijo...

En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillento de la parroquia, que avan­zaba a través de los arbustos en dirección a los esta­blos. Tobermory, en cuestión de segundos, desapa­reció a través de la ventana abierta.

Con la desaparición de su brillante alumno, Cornelius Appin se encontró envuelto en un hura­cán de amargos reproches, preguntas ansiosas y aterrorizados ruegos. En él recaía la responsabili­dad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aún más. ¿Tobermory era capaz de enseñar su don a otros gatos?, fue la pri­mera pregunta que tuvo que contestar. Era posi­ble, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas tuvieran por el momento un margen más amplio.

-Entonces -dijo la señora Cornett-, Tobermory es un gato valioso y una gran mascota, pero segu­ramente coincidirá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata del establo deben desaparecer sin demoras.

-Este último cuarto de hora tampoco ha sido gra­to para mí -dijo amargamente Lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory... Por lo menos, lo queríamos hasta que le fue inculcado este nuevo, este horrible nuevo talento; pero ahora, por supuesto, la única cosa que podemos hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.

-Podemos poner estricnina en los pedacitos de comida que recibirá de cena -dijo Sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El co­chero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sar­na muy contagiosa y que temíamos que se exten­diera al resto de los animales domésticos.

-Pero, ¿y mi gran descubrimiento? -protestó el se­ñor Appin-. Después de tantos años de investiga­ciones y experimentos...

Un arcángel que bajara desde el cielo para anun­ciar el milenio y descubriera que su llegada coinci­de con las regatas de Hesley no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la re­cepción que tuvo su magnífica hazaña. No obstan­te, la opinión pública estaba en su contra y, si hu­biera sido consultada al respecto, es probable que una importante minoría hubiera votado por incluir­lo en la dieta de estricnina.

Demoras en los horarios de los trenes y un nervio­so deseo de ver las cosas solucionadas impidieron una huida inmediata de los huéspedes, pero aquella noche la cena no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostensiblemente a comer un trozo de tosta­da reseca, que mordía como si se tratara de un ene­migo personal, mientras que Mavis Pellington guar­dó silencio, resentida, durante toda la comida. Lady Blemley hablaba de modo incesante con la espe­ranza de mantener viva la conversación, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lle­no de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero la cena llegó a los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.

La sepulcral comida resultó alegre comparada con la espera que vino después en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción y contribuyó a disimular la inco­modidad reinante. A las once los sirvientes se fue­ron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de cos­tumbre para el uso privado de Tobermory. Los hués­pedes se dedicaron a leer las revistas más recien­tes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúme­nes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que tornaba superfluas las preguntas acumuladas.

A las dos Clovis quebró el silencio imperante. —No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias. Será el acontecimiento del día.

Una vez que hubo contribuido a la diversión del grupo con su comentario, Clovis se fue a dormir. Tras un intervalo, los diversos integrantes de la re­unión siguieron su ejemplo.

Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formula­ron una declaración unánime en respuesta a una pre­gunta unánime: Tobermory no había regresado.

El desayuno resultó, si eso es posible, más desagra­dable que la cena, pero antes de que llegara a su término la situación mejoró. El jardinero encontró el cuerpo de Tobermory entre unos arbustos y lo trajo. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarillenta que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un com­bate desigual con el gato grande de la parroquia.

Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes se ha­bía retirado de la casa. Después del almuerzo, Lady Blemley, ya bastante recuperada, escribió una car­ta sumamente antipática a la parroquia acerca de la pérdida de su preciada mascota.

Tobermory había sido el único alumno exitoso de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad se escapó de la jau­la y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los perió­dicos, el apellido de la víctima aparecía indistinta­mente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.

-Si le estaba enseñando los verbos irregulares ale­manes al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.

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SAKI
Hector Hugh Munro
(Gran Bretaña, 1870-1916)

LA PESTE DE LA RED: EL PLAGIO

El plagio es una verdadera peste en la red, pero unidos creo que lo podemos frenar aunque sea un poco. Esto no es cuestión de egolatrías sino de un respeto que cada creador bueno, malo o regular, merece por la autoría de sus obras. Algunos creen que el omitir el nombre del autor y no firmarlo con nombre o seudónimo o "nick" –de quien postea-, no es plagio, para mí sí lo es, y lo considero una acción premeditada y más artera que quien se lo apropia con su firma.

Una vez que el plagio se descubre y se denuncia, el trabajo no termina ahí. Necesitamos voces que se hagan presentes y denuncien a los dueños de dominios llámense estos: yahoo, blogspot, iespana, o como se llamen, además de enfrentar al plagiador en su blog o sitio virtual con nuestra propia voz.

Lo más importante es que REGISTREN sus creaciones en los derechos de autor respectivos de cada país y de preferencia siempre antes de exponerlos en Internet. Como muchos saben, REMES: Red Mundial de Escritores en Español, en donde soy una de las responsables generales, fue realizado para que de forma gratuita se registren y expongan sus links como forma de protección para que sirva en determinado momento como constancia legal en caso necesario. Si escriben a mano o en procesadores de palabras, tengan siempre sus archivos fechados, pero nunca publiquen textos con fechas, por obvias razones, esa es otra herramienta legal con la que pueden ampararse para demostrar su autoría. Pero el principal cometido de REMES es ser un directorio que contenga el mayor número de autores en idioma español, para que pueda ser utilizado como documento serio de consulta y como referencia histórica virtual, de autores contemporáneos.

Bien, pues ahora debo decirles que necesito su ayuda en voz para acudir a protestar contra el plagio de una escritora mexicana: Rebeca Montañez, quien junto con Catalina Zentner queridísima compañera argentina y otros compañeros más, editan la revista literaria virtual "Estrellas y Latidos" que muchos conocen.

¿Qué necesitamos? Dejar nuestra inconformidad en el blog

http://de.passado.com/blogEntry.aspx?entry_id=229765 que es el sitio del plagio.

Por favor, háganlo, apoyémonos mutuamente, porque cualquiera de nosotros podemos estar en una situación parecida cualquier día. El poema en cuestión se llama: "CENA EN CUATRO TIEMPOS".

De antemano les doy las gracias por sus muestras de solidaridad.

Issa Martínez Llongueras


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Estimados amigos. Alenarte Revista se pone en contacto con vosotros por algo absolutamente quijotesco y que probablemente no dará resultado alguno, pero que pretende al menos meter ruido y que no sea el "callarse porque no sirve para nada" de siempre.
Porque es el caso de siempre en Red. Una escritora, en este caso mexicana, que algunos conoceréis, Rebeca Montañez, se entera de casualidad hace unos días que un poema suyo aparece en un blog sin datos y apropiándose otro de la autoría. Pone el mensaje típico de este texto es mío y ni caso. Y además con la respuesta típica del "me gustó y lo cogí y ya está".
Alenarte Revista puede que no consiga nada con esto, pero está hasta las narices de tanto "todo vale", y de que no se respete a quien escribe y a quien crea. Y ha creído conveniente poner en su número 28 este manifiesto como protesta y como solidaridad con la autora.
Os pido que si lo encontráis conveniente me enviéis vuestra firma. Bastará con email a esta dirección y nombre apellidos y profesión. Ya lo ordeno yo.
Gracias de antemano.
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Adhiere:

Verónica Curutchet