Era una lluviosa y fría tarde de fines de agosto, durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en alguna cámara frigorífica, y no hay nada que cazar. Salvo que uno se encuentre en un sitio ubicado al norte del canal de Bristol, en cuyo caso se puede perseguir legalmente robustos ciervos rojos. La casa de Lady Blemley, donde transcurría la reunión, no estaba al norte del canal de Bristol, de modo que esa tarde sus huéspedes estaban todos reunidos en torno de la mesa del té. Pese a lo insulso de la estación y a la trivialidad de la ocasión, no había aún signos en el grupo de ese impaciente aburrimiento que suele preceder a una partida de bridge. La atención de todos se concentraba sin disimulo en la personalidad extravagante del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de Lady Blemley él era el que tenía la más dudosa reputación. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la modesta expectativa, por parte de la anfitriona, de que por lo menos alguna parte de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. Hasta la hora del té, Lady Blemley no había podido descubrir hacia qué dirección, si la había, apuntaba esa inteligencia. No era ingenioso, ni tampoco un campeón jugando al croquet, no tenía mayor carisma y no sabía organizar representaciones teatrales de aficionados. Su aspecto exterior tampoco correspondía al tipo de hombre al que una mujer estaría dispuesta a perdonarle cierto grado de limitaciones mentales. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban juegos de niños. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones durante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer más al campo del milagro que al del descubrimiento científico.
-¿Y usted realmente nos pide que le creamos -decía Sir Wilfrid- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
-Es un problema en el que he trabajado durante los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero solo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté, por supuesto, con miles de animales, pero últimamente me he limitado a los gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre los humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un «supergato» de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la cima.
El señor Appin concluyó su notable afirmación con una voz a la que se esforzó por despojar de toda inflexión de triunfo. Nadie dijo «ratas» aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.
-Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y entender oraciones simples de una sola sílaba?
-Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el hacedor de milagros-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos con retrasos mentales; cuando se ha resuelto el problema y se comienza con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos elementales. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta corrección.
Esta vez Clovis dijo claramente: «Réqueterratas». Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.
-¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos esperaron resignadamente asistir a un acto de ventriloquia más o menos hábil.
Sir Wilfrid volvió al instante con el rostro pálido y los ojos dilatados por el asombro.
-¡Caramba, es verdad!
Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.
Mientras se dejaba caer en un sillón, agregó con voz entrecortada:
-Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar». Parpadeó como es su costumbre, y entonces, ¡Dios mío!, me dijo, articulando con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de Sir Wilfrid resultaron ser, al instante, plenamente convincentes. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la torre de Babel; en medio de ellas, el científico permaneció sentado, gozando en silencio del primer fruto de su maravilloso descubrimiento.
En medio del clamor Tobermory entró en el cuarto y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno de la mesa del té.
Un repentino silencio, tenso y extraño, dominó a los presentes. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad como cazador.
-Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó Lady Blemley con un tono un poco tenso.
-Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada con un aire de absoluta indiferencia.
Todos se estremecieron al oír la respuesta. Lady Blemley volcó un poco de leche fuera del tazón debido a que la emoción alteró su pulso.
-Me temo que derramé bastante -se disculpó.
-Después de todo, la alfombra no es mía -replicó Tobermory. Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Evidentemente no pensaba responder las preguntas que le resultasen aburridas.
-.Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
-¿De la inteligencia de quién en particular estamos hablando? -preguntó fríamente Tobermory.
-¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
-Me pone usted en una situación embarazosa -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, Sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley contestó que la falta de cerebro era precisamente la cualidad que había tenido en cuenta para invitarla, puesto que no conocía a ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman «la envidia de Sísifo» porque va cuesta arriba con facilidad, solamente si se lo empuja.
Las protestas de Lady Blemley habrían valido de algo si no fuera porque aquella misma mañana le había sugerido a Mavis que el auto en cuestión era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
-¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era un error.
-Uno no suele discutir esos temas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.
El mayor no fue el único dominado por el pánico luego de escuchar estas palabras.
-¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -se apresuró a decir Lady Blemley, fingiendo ignorar el hecho de que faltaban por lo menos dos horas para la cena de Tobermory.
-Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
-Los gatos tienen siete vidas, do sabes? -dijo Sir Wilfrid con ánimo cordial.
-Posiblemente -replicó Tobermory-, pero solo un hígado.
-¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿quieres que este gato salga a contar chismes sobre nosotros a nuestros criados?
El pánico se generalizó. Se recordó con espanto que una barandilla ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de la casa y que ése era el paseo favorito de Tobermory a toda hora. Desde allí podía vigilar a las palomas y... Sabe Dios qué más. Si su intención era ponerse a recordar en voz alta todo lo que había visto con su actual tendencia a la franqueza, el efecto sería más que desastroso. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente al tocador y cuyo rostro tenía fama de poseer una naturaleza cambiante, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; aun cuando uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no necesariamente desea que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, adquirió una tonalidad blanco mate, como de gardenia. Sin embargo, no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que intentaba seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis mantuvo la compostura. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo le tomaría conseguir una caja de exóticos ratones a través de Exchange & Mart, para utilizarlos como soborno. Aun en una situación delicada como la que tenía lugar, Agnes Resker no podía resignarse a quedar en un segundo plano por mucho tiempo.
-Para qué habré venido? -preguntó en un tono dramático.
Tobermory aprovechó enseguida la oportunidad:
-A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Usted describió a los Blemley como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer nivel; de otro modo les resultaría difícil encontrar a alguien dispuesto a volver por segunda vez a su casa.
-Nada de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señera Cornett! -exclamó Agnes, incómoda.
-La señora Cornett comentó, al hablar luego con Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory-, «Esa mujer está entre los desocupados que van a la Marcha del Hambre; iría a cualquier lado por cuatro comidas al día», y Bertie van Tahn dijo...
En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillento de la parroquia, que avanzaba a través de los arbustos en dirección a los establos. Tobermory, en cuestión de segundos, desapareció a través de la ventana abierta.
Con la desaparición de su brillante alumno, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y aterrorizados ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aún más. ¿Tobermory era capaz de enseñar su don a otros gatos?, fue la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas tuvieran por el momento un margen más amplio.
-Entonces -dijo la señora Cornett-, Tobermory es un gato valioso y una gran mascota, pero seguramente coincidirá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata del establo deben desaparecer sin demoras.
-Este último cuarto de hora tampoco ha sido grato para mí -dijo amargamente Lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory... Por lo menos, lo queríamos hasta que le fue inculcado este nuevo, este horrible nuevo talento; pero ahora, por supuesto, la única cosa que podemos hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
-Podemos poner estricnina en los pedacitos de comida que recibirá de cena -dijo Sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera al resto de los animales domésticos.
-Pero, ¿y mi gran descubrimiento? -protestó el señor Appin-. Después de tantos años de investigaciones y experimentos...
Un arcángel que bajara desde el cielo para anunciar el milenio y descubriera que su llegada coincide con las regatas de Hesley no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la recepción que tuvo su magnífica hazaña. No obstante, la opinión pública estaba en su contra y, si hubiera sido consultada al respecto, es probable que una importante minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
Demoras en los horarios de los trenes y un nervioso deseo de ver las cosas solucionadas impidieron una huida inmediata de los huéspedes, pero aquella noche la cena no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostensiblemente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó silencio, resentida, durante toda la comida. Lady Blemley hablaba de modo incesante con la esperanza de mantener viva la conversación, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero la cena llegó a los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.
La sepulcral comida resultó alegre comparada con la espera que vino después en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción y contribuyó a disimular la incomodidad reinante. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que tornaba superfluas las preguntas acumuladas.
A las dos Clovis quebró el silencio imperante. —No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias. Será el acontecimiento del día.
Una vez que hubo contribuido a la diversión del grupo con su comentario, Clovis se fue a dormir. Tras un intervalo, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.
Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
El desayuno resultó, si eso es posible, más desagradable que la cena, pero antes de que llegara a su término la situación mejoró. El jardinero encontró el cuerpo de Tobermory entre unos arbustos y lo trajo. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarillenta que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la parroquia.
Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes se había retirado de la casa. Después del almuerzo, Lady Blemley, ya bastante recuperada, escribió una carta sumamente antipática a la parroquia acerca de la pérdida de su preciada mascota.
Tobermory había sido el único alumno exitoso de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos, el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.
-Si le estaba enseñando los verbos irregulares alemanes al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.
-¿Y usted realmente nos pide que le creamos -decía Sir Wilfrid- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
-Es un problema en el que he trabajado durante los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero solo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté, por supuesto, con miles de animales, pero últimamente me he limitado a los gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre los humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un «supergato» de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la cima.
El señor Appin concluyó su notable afirmación con una voz a la que se esforzó por despojar de toda inflexión de triunfo. Nadie dijo «ratas» aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.
-Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y entender oraciones simples de una sola sílaba?
-Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el hacedor de milagros-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos con retrasos mentales; cuando se ha resuelto el problema y se comienza con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos elementales. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta corrección.
Esta vez Clovis dijo claramente: «Réqueterratas». Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.
-¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos esperaron resignadamente asistir a un acto de ventriloquia más o menos hábil.
Sir Wilfrid volvió al instante con el rostro pálido y los ojos dilatados por el asombro.
-¡Caramba, es verdad!
Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.
Mientras se dejaba caer en un sillón, agregó con voz entrecortada:
-Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar». Parpadeó como es su costumbre, y entonces, ¡Dios mío!, me dijo, articulando con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de Sir Wilfrid resultaron ser, al instante, plenamente convincentes. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la torre de Babel; en medio de ellas, el científico permaneció sentado, gozando en silencio del primer fruto de su maravilloso descubrimiento.
En medio del clamor Tobermory entró en el cuarto y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno de la mesa del té.
Un repentino silencio, tenso y extraño, dominó a los presentes. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad como cazador.
-Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó Lady Blemley con un tono un poco tenso.
-Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada con un aire de absoluta indiferencia.
Todos se estremecieron al oír la respuesta. Lady Blemley volcó un poco de leche fuera del tazón debido a que la emoción alteró su pulso.
-Me temo que derramé bastante -se disculpó.
-Después de todo, la alfombra no es mía -replicó Tobermory. Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Evidentemente no pensaba responder las preguntas que le resultasen aburridas.
-.Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
-¿De la inteligencia de quién en particular estamos hablando? -preguntó fríamente Tobermory.
-¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
-Me pone usted en una situación embarazosa -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, Sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley contestó que la falta de cerebro era precisamente la cualidad que había tenido en cuenta para invitarla, puesto que no conocía a ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman «la envidia de Sísifo» porque va cuesta arriba con facilidad, solamente si se lo empuja.
Las protestas de Lady Blemley habrían valido de algo si no fuera porque aquella misma mañana le había sugerido a Mavis que el auto en cuestión era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
-¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era un error.
-Uno no suele discutir esos temas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.
El mayor no fue el único dominado por el pánico luego de escuchar estas palabras.
-¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -se apresuró a decir Lady Blemley, fingiendo ignorar el hecho de que faltaban por lo menos dos horas para la cena de Tobermory.
-Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
-Los gatos tienen siete vidas, do sabes? -dijo Sir Wilfrid con ánimo cordial.
-Posiblemente -replicó Tobermory-, pero solo un hígado.
-¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿quieres que este gato salga a contar chismes sobre nosotros a nuestros criados?
El pánico se generalizó. Se recordó con espanto que una barandilla ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de la casa y que ése era el paseo favorito de Tobermory a toda hora. Desde allí podía vigilar a las palomas y... Sabe Dios qué más. Si su intención era ponerse a recordar en voz alta todo lo que había visto con su actual tendencia a la franqueza, el efecto sería más que desastroso. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente al tocador y cuyo rostro tenía fama de poseer una naturaleza cambiante, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; aun cuando uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no necesariamente desea que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, adquirió una tonalidad blanco mate, como de gardenia. Sin embargo, no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que intentaba seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis mantuvo la compostura. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo le tomaría conseguir una caja de exóticos ratones a través de Exchange & Mart, para utilizarlos como soborno. Aun en una situación delicada como la que tenía lugar, Agnes Resker no podía resignarse a quedar en un segundo plano por mucho tiempo.
-Para qué habré venido? -preguntó en un tono dramático.
Tobermory aprovechó enseguida la oportunidad:
-A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Usted describió a los Blemley como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer nivel; de otro modo les resultaría difícil encontrar a alguien dispuesto a volver por segunda vez a su casa.
-Nada de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señera Cornett! -exclamó Agnes, incómoda.
-La señora Cornett comentó, al hablar luego con Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory-, «Esa mujer está entre los desocupados que van a la Marcha del Hambre; iría a cualquier lado por cuatro comidas al día», y Bertie van Tahn dijo...
En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillento de la parroquia, que avanzaba a través de los arbustos en dirección a los establos. Tobermory, en cuestión de segundos, desapareció a través de la ventana abierta.
Con la desaparición de su brillante alumno, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y aterrorizados ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aún más. ¿Tobermory era capaz de enseñar su don a otros gatos?, fue la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas tuvieran por el momento un margen más amplio.
-Entonces -dijo la señora Cornett-, Tobermory es un gato valioso y una gran mascota, pero seguramente coincidirá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata del establo deben desaparecer sin demoras.
-Este último cuarto de hora tampoco ha sido grato para mí -dijo amargamente Lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory... Por lo menos, lo queríamos hasta que le fue inculcado este nuevo, este horrible nuevo talento; pero ahora, por supuesto, la única cosa que podemos hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
-Podemos poner estricnina en los pedacitos de comida que recibirá de cena -dijo Sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera al resto de los animales domésticos.
-Pero, ¿y mi gran descubrimiento? -protestó el señor Appin-. Después de tantos años de investigaciones y experimentos...
Un arcángel que bajara desde el cielo para anunciar el milenio y descubriera que su llegada coincide con las regatas de Hesley no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la recepción que tuvo su magnífica hazaña. No obstante, la opinión pública estaba en su contra y, si hubiera sido consultada al respecto, es probable que una importante minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
Demoras en los horarios de los trenes y un nervioso deseo de ver las cosas solucionadas impidieron una huida inmediata de los huéspedes, pero aquella noche la cena no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostensiblemente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó silencio, resentida, durante toda la comida. Lady Blemley hablaba de modo incesante con la esperanza de mantener viva la conversación, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero la cena llegó a los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.
La sepulcral comida resultó alegre comparada con la espera que vino después en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción y contribuyó a disimular la incomodidad reinante. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que tornaba superfluas las preguntas acumuladas.
A las dos Clovis quebró el silencio imperante. —No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias. Será el acontecimiento del día.
Una vez que hubo contribuido a la diversión del grupo con su comentario, Clovis se fue a dormir. Tras un intervalo, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.
Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
El desayuno resultó, si eso es posible, más desagradable que la cena, pero antes de que llegara a su término la situación mejoró. El jardinero encontró el cuerpo de Tobermory entre unos arbustos y lo trajo. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarillenta que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la parroquia.
Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes se había retirado de la casa. Después del almuerzo, Lady Blemley, ya bastante recuperada, escribió una carta sumamente antipática a la parroquia acerca de la pérdida de su preciada mascota.
Tobermory había sido el único alumno exitoso de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos, el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.
-Si le estaba enseñando los verbos irregulares alemanes al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.
SAKI
Hector Hugh Munro
(Gran Bretaña, 1870-1916)
Hector Hugh Munro
(Gran Bretaña, 1870-1916)
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