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15 ene 2008

Carta a la Señora de Sade por el "Marqués de Sade"

¡Oh, Dios mío, qué razón tiene Duclos cuando dice, en la página 101 de sus Confesiones, que las bromas de los togados siempre huelen a colegio! Séame permitido ir más allá y decir que siempre huelen a. antesala, a la maldita antesala, pues en las salas de arrabal seguramente no se soportarían las vulgaridades imbéciles que inventa tu madre con su tenedor de libros. ¡Quiere decir que nunca te cansarás de ellos! ¡Quiere decir que hasta el último instante tendremos bromas y togados! Enhorabuena. Hártate. Emborráchate con ellos. Me equivoco cuando quiero enderezarte, y mi injusticia es tan grande como la de un hombre que pretendiera hacerle reconocer a un chancho que una crema al agua de rosa es preferible a la mierda. Pero ya que me das tantos ejemplos de testarudez, por lo menos no despotriques contra la mía. Te atienes a tus principios, ¿verdad? Pues yo a los míos. Sin embargo, la gran diferencia que hay entre nosotros dos es que la razón apuntala mis sistemas, mientras que los tuyos no son más que el fruto de la imbecilidad.
Dices que mi manera de pensar no merece aprobación. ¿Y qué me importa?
¡Muy loco tiene que estar el que adopta una manera de pensar para los demás!
Mi manera de pensar es el fruto de mis reflexiones; atañe a mi existencia, a mi organización. No soy el dueño de cambiarla. Y aunque lo fuera, no lo haría. Esta manera de pensar que tanto vituperas representa el único consuelo de mi vida; alivia todas mis penas de la prisión, significa todos mis placeres en este mundo y me aferro a ella más que a la vida. No es mi manera de pensar lo que ha causado mi desgracia; es la manera de pensar de los otros. El hombre razonable que desprecia los prejuicios de los tontos se convierte necesariamente en enemigo de éstos: debe aplicarse a reírse de ellos. Un viajero sigue un hermoso camino.
Lo han sembrado de trampas, y el viajero cae. ¿Dirás que es culpa del viajero o del canalla que puso las trampas? Así pues, si a mi libertad le asignan, como dices, el precio del sacrificio de mis principios o de mis gustos, entonces podemos darnos un adiós eterno, porque antes que sacrificarlos sacrificaría mil vidas y mil libertades, de tenerlas. Llevo mis principios y mis gustos hasta el fanatismo, y el fanatismo es la obra de las persecuciones de mis tiranos. Cuanto más continúen con sus vejaciones, más arraigarán mis principios en mi corazón, y declaro abiertamente que no hay para qué hablarme nunca de libertad si sólo me la ofrecen al precio de la destrucción de mis principios. A ti te lo digo. Y se lo diré al señor Le Noir. A toda la tierra he de decírselo. Así me pongan ante el patíbulo, no cambiaré. Si mis principios y mis gustos no pueden llevarse bien con las leyes francesas en modo alguno pido permanecer en Francia. Hay en Europa
gobiernos prudentes que no deshonran a las personas por sus gustos y que no las encierran por sus opiniones. Me iré a vivir bajo ellos y seré feliz.
No son las opiniones o los vicios de los particulares lo que atenta contra el Estado, sino las costumbres del hombre público, únicas que influyen en la administración general. Que un particular crea o no en Dios, que honre y venere a una puta o que le dé cien puntapiés en el vientre, ninguna de estas conductas reforzará ni quebrantará la constitución de un Estado. Pero que el magistrado que debe velar por el aprovisionamiento de una capital duplique el precio de los artículos, sólo porque los proveedores le asignan una regalía; que el hombre encargado de una caja pública deje sufrir a los que ésta debe asalariar porque utiliza el dinero por cuenta propia; que el administrador de una casa real y numerosa deje morir de hambre a los infelices militares que el rey ubica en ella, sólo porque quiere echar la casa por la ventana el jueves antes de Carnaval: de un extremo al otro del Estado se hace sentir la conmoción de la malversación.
Todo se altera. Todo se degrada. Y sin embargo, el malversador triunfa, mientras que el otro se pudre en un calabozo. "Un estado alcanza su ruina —decía el canciller Olivier— cuando sólo se castiga al débil y el malhechor enriquecido encuentra en el oro su impunidad."
¡Que el rey corrija los vicios del gobierno, que impida los abusos, que haga prender a los ministros que lo engañan o que lo roban, antes de reprimir las opiniones o los gustos de sus súbditos! Una vez más: estos gustos y estas opiniones no conmoverán su trono, en tanto que las indignidades de quienes lo rodean terminarán, tarde o temprano, por echarlo abajo.
Me dices, querida amiga, que tus padres se ponen a cubierto para que yo jamás pueda pedirles nada. Esta frase es tanto más singular cuanto que necesariamente prueba que ellos o yo somos unos sinvergüenzas. Si me creen capaz de pedirles algo más que tu dote, entonces el sinvergüenza soy yo (pero no lo soy; la desvergüenza nunca ha entrado en mis principios: es un vicio demasiado bajo) . Por el contrario, si se ponen a cubierto para no entregarme jamás aquello con lo que naturalmente mis hijos deben contar, entonces ellos son los sinvergüenzas. Decide tú, ya que tu frase no deja lugar a un término medio.
¿Es lo último? No me asombraría y dejaría de sorprenderme el trabajo que se tomaron por casarte, así como esta frase de un pretendiente tuyo: "La niña, todo lo que se quiera, ¡pero los padres no!" Ya no me sorprendería que me pagaran tu dote en billetes de negocios que han perdido los dos tercios en plaza. Ya no me maravillaría el hecho de que las personas que se interesaban por mí me dijesen siempre: "Tome sus precauciones; no sabe con quien se mete". De personas que se ponen a cubierto para no entregar la dote prometida a su hija no debe sorprendernos nada, y hace ya mucho tiempo que sospecho que el honor de haberte hecho tres hijos debía llevarme a la ruina. Sin duda por esto tu madre ha renovado tanto la captura de papeles en mi casa. Con unos pocos luises ahora no tiene más que sonsacarles unos minutos a los notarios y hacer que Albaret falsifique algunas esquelas: muy cierto es que yo, al salir de aquí, podría dedicarme a pedir limosna.
Pues bien, ¿qué hacer? Siempre me quedarán tres cosas que de todo me consolarán: el placer de informar al público que no gusta de la falta de vergüenza que la judicatura le hace a la nobleza, la esperanza de ilustrar al rey aunque deba arrojarme a sus pies; si es preciso para pedirle justicia por las bribonadas de tus padres, y, si nada de esto logro, la satisfacción, tan dulce para mí, de poseerte, por ti sola, querida mía, y de emplear lo poco que me quede en tus necesidades, en tus deseos, en el encanto, único para mi corazón, de ver que te tengo conmigo.

DE SADE
Vincennes, comienzos de noviembre de 1783.



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