Encontramos a don Francisco de Quevedo despachando una empanada inglesa, sentado a la puerta del figón del León, en la desembocadura de la calle Cantarranas con el mentidero, junto a la tienda de tabaco. El poeta pidió otro jarro de Valdeiglesias, dos tazas y dos empanadas más, mientras acercábamos taburetes para acomodarnos a su mesa. Vestía de negro como siempre, su lagarto de Santiago bordado al pecho, sombrero, medias de seda y capa doblada cuidadosamente sobre un poyete en el que también tenía la espada. Acababa de volver de palacio, donde había ido temprano para ciertas gestiones sobre su pleito interminable de la Torre de Juan Abad, y mataba el hambre antes de volver a casa para corregir la reimpresión de su Política de Dios, gobierno de Cristo, en la que andaba atareado por esas fechas; pues al fin sus obras empezaban a verse publicadas, y aquélla había motivado algunas censuras de la Inquisición. Nuestra presencia le iba de perlas, dijo, para alejar moscones; pues desde que su favor estaba en alza en la Corte -había formado parte, como conté, de la comitiva real en la recientísima jornada de Aragón y Cataluña- todo el mundo se le arrimaba buscando la sombra de algún beneficio.
ARTURO PEREZ-REVERTE
El Caballero del Jubón Amarillo
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