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13 nov 2009

Párrafo Perfecto


La mañana siguiente tuvimos granizada de arcabuces. Aunque más bien la tuvo el capitán Alatriste con Caridad la Lebrijana, en el piso superior de la taberna del Turco, mientras abajo oíamos las voces. O la voz, pues el gasto de pólvora corría por cuenta de la buena mujer. El asunto, naturalmente, iba a circo de la afición de mi amo al teatro, y el nombre de María de Castro salió a relucir con epítetos -atizacandiles, tusona, barragana fueron los más comedidos que oí- que en boca de la Lebrijana no dejaban de tener su miga, pues a fin de cuentas la tabernera, que a los casi cuarenta años conservaba morenos encantos de quien tuvo y retuvo, había ejercido sin empacho de puta varios años, antes de establecerse, con dineros ahorrados en afanes y trabajos, como honesta propietaria de la taberna situada entre las calles de Toledo y el Arcabuz. Y aunque el capitán nunca hubiese hecho promesas ni propuestas de otra cosa, lo cierto es que al regreso de Flandes y Sevilla mi amo había vuelto a instalarse, conmigo, en su antigua habitación de la casa que la Lebrijana poseía sobre la taberna; aparte que ella le había calentado los pies y algo más en su propia cama durante el invierno. Eso no era de extrañar, pues todo el mundo sabía que la tabernera seguía enamorada del capitán hasta las cachas, e incluso le guardó ausencia rigurosa cuando lo de Flandes; que no hay mujer más virtuosa y fiel que la que deja el cantón a tiempo, vía convento o puchero, antes de acabar llena de bubas y recogida en Atocha. A diferencia de muchas casadas que son honestas a la fuerza y sueñan con dejar de serlo, la que pateó calles sabe lo que deja atrás, y cuánto, con lo que pierde, gana. Lo malo era que, además de ejemplar, enamorada, aún jarifa y hermosa de carnes, la Lebrijana también era mujer brava, y los devaneos de mi amo con la representante le habían removido la hiel.

ARTURO PEREZ-REVERTE
El Caballero del Jubón Amarillo

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