Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con
sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto
también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se
desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños
revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras
redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su
sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas
desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta
yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para
invadir las casas. Así las verá usted.»
PEDRO PÁRAMO
JUAN RULFO
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