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2 may 2008

EL BUEN DUENDE Y LA PRINCESA de LOUISA M. AL

No se trata de un verdadero duende, sino de una niñita llamada Betty, que con su padre habitaba en una choza, cerca de un vasto bosque. Como eran pobres, Betty tenía siempre puesto un vestido castaño y un gran sombre­ro del mismo color, y como pasaba mucho tiempo al sol, tenía la cara tostada, aunque muy bonita gracias a sus mejillas rosadas, ojos oscuros y cabello rizado que agitaba el viento. Era un ser lleno de vida y como no tenía ve­cinos, trabó amistad con las aves y las flores, los conejos y las ardillas, con quienes se divertía mucho, pues la conocían y amaban entrañablemente. Eran muchos los que pasaban por el hermoso bosque, situado no lejos del palacio del Rey, y cuando veían a la niñita que bailaba en el prado con las margaritas, que perseguía a las ardillas por los árboles, chapoteaba en el arroyuelo o permanecía sentada bajo su gran sombrero como un duendecillo debajo de un hongo, todos decían:

-Allí está el Duende ...

Betty, que era tímida y huraña, trataba de ocultarse cada vez que alguien la llamaba, y resultaba cómico verla desaparecer en el inte­rior de un árbol hueco, echarse entre los altos pastos o escabullirse entre los helechos como un conejo temeroso. Temía a los grandes señores y señoras que se reían de ella y le adjudicaban apodos, pero a quienes nunca se les ocurría llevar un libro, un juguete ni decir una pala­bra amable a la solitaria niñita.

Su padre, que cuidaba los gamos en el parque del Rey, estaba ausente el día entero, de modo que Betty quedaba sola para barrer la casita, cocer el pan negro y ordeñar a Daisy, la vaca blanca, que vivía en un cobertizo, detrás de la cabaña, y era la mejor amiga de la niña. Como no tenían apacentadero donde alimentarla, una vez concluidas sus tareas, Betty recogía su te­jido y conducía a Daisy camino adelante, para que pudiera comer la hierba que crecía a ambos lados, hasta que, ya satisfecha, se tendía a des­cansar bajo algún árbol. Mientras la vaca ru­miaba y dormía, la niña jugaba con sus com­pañeros, los seres del bosque, o se tendía a mi­rar las nubes, o se balanceaba en las ramas de los árboles, o echaba a navegar botecitos en el arroyuelo. Así era feliz, aunque ansiaba tener alguien con quien hablar y trataba en vano de comprender qué era lo que cantaban las aves el día entero. Como nadie las molestaba, había muchas alrededor de la cabaña, tan mansas que comían de su mano y se posaban sobre su cabeza. En el techo habitaba una fa­milia de cigüeñas; los gorriones construían bajo los aleros sus nidos de arcilla y los reyezuelos gorjeaban, en sus casitas, entre las rosas ,rojas y blancas que trepaban hasta la ventana de Betty. Las palomas torcaces acu­dían a picotear el grano que ella les ofrecía; las alondras cantaban-desde el césped cercano, y los ruiseñores la adormecían con sus trinos.

-"Si pudiera saber qué dicen, ¡nos diverti­ríamos tanto ¡untos! ¿Cómo podría aprender­lo?" -suspiró Betty, un atardecer en que con­ducía a Daisy de vuelta a casa.

Estaba en el bosque, y al tiempo que hablaba advirtió a una gran lechuza gris que se agi­taba en el suelo, como si estuviera herida. Al punto corrió a ver qué le sucedía, y no se asus­tó, pese a que el ave la miró con' sus ojos re­dondos y castañeteó el pico ganchudo, como si estuviera muy enojada.

-¡Pobrecita! ¡Tiene la pata rota! -excla­mó, preguntándose qué hacer para socorrerla.

-No, no es la pata, sino mi ala. Me asomé para ver a un ratón del campo, y un rayo de sol me deslumbró, por eso caí. Levántame, ponme en mi nido y estaré bien -contestó la lechuza.

Tan asombrada quedó Betty al oír hablar a la lechuza, que no se movió. Creyéndola ate­morizada por su tono malhumorado, el ave, pestañeando y cabeceando, dijo con mayor sua­vidad:

-No debería hablar con todo el mundo, ni confiar en ninguna otra niña, pero sé que nunca hiciste daño a ninguno de nosotros. Te he ob­servado desde hace tiempo y me agradas, por eso te recompensaré otorgándote el último de­seo que hayas expresado, cualquiera sea. Puedo hacerlo; soy mago y conozco toda clase de he­chizos. Ponme en el nido, dime tu deseo y lo obtendrás.

-¡Gracias, gracias! -exclamó Betty-. Deseo comprender lo qué dicen las aves.

-¡Vaya! Ese deseo puede causar proble­mas, pero te lo concederé si no revelas a nadie cómo te enteraste del secreto. No puedo recibir gente, ni mis vecinos querrán que muchos oigan sus habladurías. No objetarán a que los oigas tú, y así te divertirás, pobrecita -agregó la lechuza, al cabo de una pausa.

Betty prometió, y con el gordo pajarraco bien sujeto en el brazo, trepó el viejo roble y lo depositó a salvo en su agujero, donde se aco­modó esponjando las plumas y lanzando un chillido de placer al verse de vuelta en su casa.

-Ahora, sácame de la oreja derecha el pe­dazo de plumón más largo y ponlo en la tuya; así oirás lo que dicen los pájaros. Buenas no­ches; estoy agotado y quiero descansar -bos­tezó la lechuza.

-¡Gracias! -exclamó Betty antes de correr en pos de Daisy, que seguía comiendo durante el trayecto de regreso.

Con el plumón en la oreja, Betty no tardó en oír muchas dulces voces que se llamaban

-"¡Buenas noches! ¡Felices sueños! ¡Un her­moso despertar! ¡Silencio, pequeños míos! Duerme, pichoncito duerme hasta mañana..."

Y toda clase de linduras, a medida que las aves del bosque se acostaban con el sol. Cuando llegó a la cabaña, encontró a papá cigüeña pa­rado sobre una pata, mientras la mamá cobi­jaba a los pequeños bajo una ala, regañándolos de vez en cuando al ver asomar un pico rojo o una larga pata. Las palomas se arrullaban con ternura en el pino cercano; las golondrinas pasaban rozando el suelo para poder atrapar unos cuantos insectos más y llevárselos a sus pichones para la cena, mientras los reyezuelos parloteaban entre las rosas como pequeños chis­mosos que eran.

-"¡Ahora sabré qué dicen todos!" -exclamó Betty, tratando de oír las diferentes voces, pues como eran tantas al mismo tiempo, le re­sultaba difícil comprender ese dulce lenguaje nuevo.

Después ordeñó a Daisy, puso la mesa y pre­paró todo para su padre, que solía llegar tarde; luego, llevándose su tazón de pan con leche, se sentó en el umbral y escuchó con todas sus fuerzas. Siempre esparcía migas para los reyezuelos, que bajaban volando a comer sin temor. Esa noche acudieron, y mientras pico­teaban, hablaron, y Betty entendió cada una de sus palabras.

-Aquí hay un lindo pedazo blando, mi amor -anunció el papá mientras brincaba por todas partes, observando a la niña con ojos brillan­tes-. Come bien, mientras yo alimento a nues­tros hijos... La pequeña nunca nos olvida y me ahorra muchos largos viajes al echarnos tan lindas migas. Ojalá pudiéramos hacer algo por ella.

-Lo mismo digo yo, y me fatigo el cerebro tratando de idear algo que le cause placer. A veces me pregunto por qué motivo la pequeña princesa del palacio tiene tanto, y nuestra que­ rida Betty tan poco. Unos pocos de los libros y juguetes que allá andan tirados, harían muy feliz a esta niña; es una lástima que a nadie se le ocurra -suspiró la bondadosa mamá Re­yezuelo, al mismo tiempo que engullía un buen pedazo cerca del pie desnudo de Betty.

-Si no fuera tan tímida, y permitiera que la gente le hablara, creo que pronto se haría de amigos, porque es muy bonita y alegre - declaró el papa, al llegar en busca de otra porción para sus hambrientos pichones.

-La Princesa ha oído hablar de ella y quiere verla... Hoy oí que lo decían las criadas, cuando fui a visitar al primo Herrerillo en el jardín del. palacio. Dijeron que mañana tem­prano, por la mañana, Su Alteza recorrería el bosque de pinos para respirar aire puro. y que tenía la esperanza de ver al Duende y la bonita vaca blanca. Si Betty lo supiera, podría reco­ger un ramillete de primaveras y ofrecérselo cuando llegue. Eso la complacería tanto, que traería a Betty algún lindo regalo, pues Su Alteza es generosa, aunque muy mal criada, según temo.

Aquel plan de mamá Reyezuelo agradó tanto a Betty, que palmoteó, ahuyentando a las aves.

-"¡Lo haré, lo haré! -gritó-. Siempre quise ver a la pequeña Princesa de quien me hablaba mi padre... Está enferma y no puede correr ni jugar como yo, de modo que me en­cantaría complacerla, y las primaveras ya han brotado. .. Saldré temprano, las recogeré y si ella viene, no escaparé".

Tan complacida quedó Betty con este plan,

que se acostó temprano, pero no olvidó asomarse por la ventana y atisbar, por entre las rosas, el nido donde mamá Reyezuelo cuidaba sus pi­chones, mientras el papá descansaba cerca, con la cabeza bajo el ala.

"Buenas noches, queridos pájaros, y muchas gracias" -susurró Betty, pero ellos no la oye­ron y sólo piaron soñolientos, como turbados por un sueño.

Al elevarse del césped, las golondrinas des­pertaron a Betty con sus dulces voces

-¡Arriba, arriba, señorita!,

que el día comenzó.

¡Recibe con nosotros

a nuestro padre, el sol!

Y los jóvenes reyezuelos, con las bocas abier­tas de par en par, piaron

-Pío, pío, ya es de día,

levántate, mamá

y tráenos el desayuno,

querido papá.

Al partir con las largas patas tendidas, can­taron las cigüeñas, mientras sus pequeños aso­maban las cabezas al sol:

-Otro día viene ya,

estirar las alas, y a volar,

sobre el bosque y la montaña,

en busca de alimento para nuestro nidal.

Mientras el gallo cantaba con vigor, las ga­llinas grises cacareaban al picotear el piso del gallinero:

-¡Co, co, qué buena suerte!

He aquí dos huevos, buenos y

frescos,

para que coma nuestra amita.

Y las palomas se llamaban dulcemente, mientras iban de un lado a otro con sus patitas rosadas

-¡Cucú, cucú!

Ven a bañarte en el rocío,

que ya luce la aurora rosada,

por entre nuestros hermosos pinos,

que un nuevo día ya empezó.

Desde su ventana, Betty escuchó y observó, y tan feliz se sintió que besó las rosas que hasta ella llegaban, antes de bajar corriendo para preparar gachas, cantando también como un pajarito. En cuanto partió su padre para tra­bajar, ella se apresuró a ordeñar a Daisy, barrer el piso y dejar todo limpio, antes de salir a esperar a la Princesa.

-"Bueno, come aquí tu desayuno mientras yo recojo las primaveras, porque este es un lindo sitio y quiero que tengas muy buen aspecto cuando llegue la gente elegante" -ordenó Betty al dejar a la vaca pastando en un som­breado rincón junto al camino, donde el pasto era verde y un viejo roble daba agradable sombra.

Las primaveras estaban todas abiertas y amarillas como el oro, de modo que Betty pre­paró con algunas un gran ramo y un gran ovillo con las demás; después las guardó en su som­brero, bien regadas de agua, y se sentó a coser sobre un tronco caído, mientras Daisy se ten­día a rumiar, ataviada con una corona verde de hojas de roble.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. Pronto se oyó ruido de cascos, y aparecieron por el camino del bosque los caballitos blancos, agitando sus cabezas; el bonito carruaje con cochero y lacayo de chaquetas azules y platea­das, y adentro la pequeña Princesa, con un sombrero de blanco penacho, sentada junto a su nodriza y envuelta en una suave capa de seda, pues el aire estival le parecía frío.

-¡Oh, allí están el Duende y su linda vaquita blanca! Dile que no huya; quiero verla y oírle cantar -gritó ansiosa la pequeña Prin­cesa, al aproximarse.

Aunque un tanto atemorizada Betty no huyó, pues la nodriza era una anciana de bon­dadoso aspecto, con tocado de campesina, que le sonrió y la saludó con aire maternal y se mostró muy complacida cuando ella le ofreció las flores, diciendo

-¿Querrá aceptarlas la señorita?

-¡Oh sí!; yo quería algunas. Es la primera vez que tengo un ramo de primaveras. ¡Qué bonito es! ¡Gracias, Duende! -exclamó la prin­cesa, riendo de placer con las dos manos llenas de flores.

-Las recogí todas para ti. Tengo muchas, y me enteré de que lloraste pidiendo algunas - declaró Betty, muy satisfecha de no haber huido, estropeando así el paseo de la pequeña dama.

-¿Cómo te enteraste? -inquirió la Prin­cesa, mirándola con extrañeza.

-Me lo contaron los pájaros -explicó Betty.

-¡Oh, sí! Los Duendes son hadas y entien­den el lenguaje de las aves; me olvidaba de eso. Sé lo que dicen los-loros, pero no mis otros pájaros... ¿Podrías decírmelo? -preguntó la Princesa, muy interesada, pues todo lo nuevo la complacía.

-Creo que sí, si es que los pájaros domés­ticos cantan como los silvestres -repuso Betty, orgullosa de saber más que aquella elegante niña.

-Ven al palacio y cuéntamelo; vamos ahora mismo, que no pueda esperar. Mis canarios cantan todo el día sin que pueda entenderles ni una palabra, y debo hacerlo. Dile que venga, nodriza -ordenó la Princesa, que siempre se salía con la suya.

-¿Puedes venir? -inquirió la anciana- .Por la noche te traeremos de vuelta. Su Alteza desea verte, y te pagará si vienes.

-No puedo abandonar a Daisy; no tenemos pradera donde ponerla y si la encierro todo el día en el cobertizo, tendrá hambre y me llamará -explicó Betty, quien aunque ansiosa por ir, no quería dejar que su querida vaca sufriera.

-Te doy permiso para que la dejes en ese campo hasta tu regreso. Como toda esta tierra es mía, nadie te lo reprochará. ¡Hazlo! -or­denó la Princesa, con una señal al lacayo, que bajó de un brinco y condujo a Daisy al gran prado de tréboles antes que Betty alcanzara a pronunciar palabra.

-A ella le gustará eso, y ahora podré ir si no les molesta mi viejo vestido y mi sombre­ro..., no tengo otras ropas -manifestó mien­tras la vaca comenzaba a comer y el lacayo le abría la portezuela del carruaje.

-Me gustan. Sube... Y ahora, vamos en seguida a casa -ordenó la Princesa, y allá fue la pobre Betty, en aquel majestuoso ca­rruaje, sintiéndose como si todo fuera un cuento de hadas.

La Princesa le hizo muchísimas preguntas y su nueva amiga le agradó más y más, pues era la primera vez que hablaba con una niña pobre o que se enteraba cómo vivían esas per­sonas. Betty, excitada por tan hermosa aven­tura, se mostró tan alegre y cautivadora que la anciana nodriza no tardó en olvidarse de vi­gilar por si acaso hacía o decía algo fuera de lugar.

Cuando llegaron al gran palacio de mármol, que brillaba al sol, con sus verdes prados, te­rrazas y jardines en flor, Betty no pudo sino contener el aliento, mientras contemplaba cuanto podía, al ser conducida por espléndidas salas y amplias escaleras hasta una habitación colmada de vistosos objetos, donde seis criadas de alegres vestiduras cosían y conversaban.

La Princesa se fue a descansar, pero Betty recibió la indicación de quedarse allí para que la vistieran antes de ir a jugar con Su Alteza. Aquella pieza estaba llena de roperos, cofres, cajas y cestos, en cuyo interior Betty vio mon­tones de lindos vestidos, sombreros, capas y toda clase de ropajes elegantes para niñas. Jamás había soñado con tan espléndidas vestiduras, de puro encaje y moños, seda y terciopelo. Som­breros con flores y plumas, bonitos zapatos ro­sados y azules, con hebillas de oro y plata; medias de seda semejantes a telas de araña, camisones y enaguas de muselina y de lienzo, y gorritas que parecían bordadas por los dedos de las hadas.

No pudo hacer otra cosa que permanecer quieta, como en un sueño, mientras con suma bondad las criadas quitaban su mísero vestido y sombrero y al cabo de muchas consultas re­lativas a lo que le sentaba mejor, le pusieron al fin un vestido de muselina rosada, un som­brero de paja con rosas, y unos zapatos y me­dias nuevas. Después de rizarle el cabello, le indicaron que se fijara en el espejo alto y les dijera qué veía en él.

-¡Oh, qué linda niñita! -exclamó Betty, saludando sonriente a la otra niña, que sonrió y le devolvió el saludo. Es que no se conocía, por no haber tenido nunca otro espejo que al­guna tranquila laguna del bosque o el arroyuelo del prado.

Las criadas rieron, y entonces ella se dio cuenta de quién era y rió con ellas. Luego bailó, hizo reverencias y se mostró muy alegre hasta que sonó una campana y le ordenaron presen­tarse ante Su Alteza.

Era un salón muy hermoso, todo adornado con colgaduras de seda y encaje azul, una cama de plata, y sillas y divanes de damasco azul; cuadros en las paredes, flores en todas las ven­tanas, y jaulas de oro llenas de aves. Un gato blanco dormía sobre su cojín; un perrito corría por todas partes con un collar de oro donde colgaban campanillas, y sobre las mesas había libros y juguetes amontonados. La Princesa es­taba regañando a su nodriza porque ésta de­seaba que descansara más después del paseo, pero cuando entró Betty -tan bonita y alegre, su ceño se transformó en una sonrisa, y ex­clamó

-¡Qué elegante estás ! Ya no pareces un Duende, aunque espero que no te hayas olvi­dado de las aves.

-No, déjame escuchar un minuto y te con­taré lo que dicen -repuso Betty.

Y las dos guardaron silencio, mientras la criada y la nodriza permanecían muy quietas y el canario cantaba su dulce canción. Al oírla, Betty se entristeció.

-Dice que está cansado de su jaula y anhela estar libré entre las demás aves, pues un árbol es un hogar mejor que un palacio de oro, y una miga en el bosque más sabrosa que todo el azúcar de su tacita de plata. "¡Dejadme ir, dejadme ir o mi corazón se partirá!" Eso es lo que dice, y el pinzón real canta la misma canción, lo mismo que las cotorritas de colores y ese tan bonito y vistoso que no conozco.

-¿Qué dice Polly? Le entiendo cuando habla, pero no cuando rezonga y parlotea para sí como hace ahora -explicó la Princesa, muy sorprendida por lo que acababa de oír, pues suponía que sus pájaros debían estar contentos en tan lindas jaulas.

Betty escuchó al loro grande, rojo, verde y azul, que posado en una percha agitaba la ca­beza y reía solo, como si celebrara alguna buena broma. No tardó Betty en ruborizarse y reír, al mismo tiempo turbada y divertida por lo que oía, pues el pájaro cotorreaba y movía la cabeza mirándola de manera extraña.

-¿Qué dice? -inquirió la Princesa, impa­ciente.

-No lo preguntes, por favor. No te gustará, y no podría decírtelo -pidió Betty, aún risue­ña y ruborizada.

-Debes decírmelo, o le haré retorcer el pes­cuezo a Polly. Quiero enterarme de todas sus palabras y no me enojaré contigo, diga lo que diga ese pajarraco descarado -aseguró la Princesa.

A Betty no le agradaba obedecer, pero temía que hicieran daño al pobre Polly si no lo hacía.

-Dice esto -comenzó-: "He aquí una nueva favorita para que la atormente Su Al­teza... ¡Simpática niña! Es una lástima que haya venido, pues durante un día o dos se verá colmada de atención, para luego ser arrojada a un lado o maltratada como una muñeca vieja.

Cree que todo está muy bien, pobrecita! Pero si supiera todo lo que yo sé, escaparía para no volver nunca más, porque Su Alteza es la niña

de peor carácter y más consentida que existe".

Betty no se atrevió a continuar, pues la Prin­cesa se mostró enojada, y la criada fue a dar una palmada al loro, que lanzó una risa extra­ña y le picoteó los dedos, chillando:

-¡Es verdad ! ¡Es verdad ! Y todas ustedes lo dicen a sus espaldas. Conozco sus astucias. . . La elogian, la miman y fingen que es el ser más bondadoso del mundo, cuando saben bien que esta simpática niñita del bosque vale una docena de princesas tontas y tiránicas. ¡ Ja, ja! Yo no temo decir la verdad, ¿eh, Betty?

Aunque atemorizada, ésta no pudo contener la risa cuando el travieso pájaro le guiñó un ojo mientras estaba colgado cabeza abajo, con el pico entreabierto y agitando las espléndidas alas.

-¡Dime! ¡Dime! -gritó la Princesa, olvi­dando su furia en su curiosidad.

Betty tuvo que contárselo, y quedó aliviada cuando la Princesa rió también, gozando, al parecer, de la verdad expuesta en forma tan extraña.

-Dile que sabes lo que dice, y ya que es tan sabio, pregúntale qué puedo hacer para ser tan buena como tú -pidió la Princesa, que en rea­lidad tenía muy buen corazón y sabía que la mimaban en exceso.

Cuando Betty dijo al loro que entendía su idioma, éste quedó tan sorprendido que se en­derezó enseguida, mientras decía con ansiedad:

-Sé buena, no permitas que me castiguen por decir la verdad. No puedo retirar lo dicho

y, ya que pides mi consejo, creo que lo mejor que puedes hacer por Su Alteza sería permitirle que cambie de lugar contigo y aprenda así a estar satisfecha, a ser útil y feliz. Díselo así de mi parte...

Aunque Betty halló difícil transmitir seme­jante mensaje, la Princesa Bonnibelle quedó complacida, puesto que palmoteó exclamando

-Se lo pediré a mama... Duende, ¿te gus­taría hacerlo y ser princesa?

-No, gracias -repuso la niña-; no podría abandonar a mi padre y a Daisy, ni estoy pre­parada para vivir en un palacio. Es muy es­pléndido, pero me parece que prefiero mi casita, el bosque y mis pájaros.

La nodriza y la doncella alzaron las manos, asombradas ante tal idea, pero Bonnibelle, que aparentó comprenderla, dijo bondadosamente:

-Sí; creo que esto es muy aburrido y que mucho más agradable es el campo, donde se puede hacer lo que una quiere. ¿ Puedo ir a jugar contigo para aprender a ser como tú, querida Betty?

Al decir esto se mostró un tanto triste, de modo que Betty, compadeciéndose de ella, sonrió y respondió con alegría

-Sí; eso será encantador. Ven a quedarte conmigo y te presentaré a mis compañeros de juegos; podrás ordeñar a Daisy, alimentar las gallinas, ver los conejos y el cervatillo domes­ticado, y correr por el campo de margaritas, y recoger primaveras, y comer pan con leche en mi mejor tazón azul.

-Sí; y tener un vestidito castaño y un som­brero grande como el tuyo, y zuecos de madera que repiquetean, y aprenderé a tejer, y a trepar los árboles, y a entender el lenguaje de las aves -agregó Bonnibelle, tan cautivada por el plan, que saltó de su lecho y empezó a brincar como no lo hacía desde días atrás-. Y ahora, ven a ver mis juguetes y elige el que gustes, pues te tengo afecto por haberme dicho cosas nuevas, y porque no eres como esos tontos niños de la nobleza que vienen a verme y no hacen otra cosa que disputar y pavonearse como pavos reales hasta que me harto de ellos.

La Princesa abrazó a Betty y la condujo hasta una vasta sala, tan colmada de juguetes que parecía un espléndida juguetería. Había allí muñecas por docenas : unas que hablaban, cantaban, caminaban y se dormían; otras ele­gantes, otras cómicas, grandes y pequeñas, de todas las naciones. Nunca se vio un conjunto tan maravilloso, y Betty no tenía ojos para nada más, puesto que era una verdadera ni­ñita llena de amor por las muñecas, y aún no había poseído ninguna.

-Llévate cuantas quieras -ofreció Bonnibelle-. Ya estoy cansada de ellas.

Betty casi perdió el aliento al pensar que, si así lo deseaba, podía llevarse una docena de muñecas. Sin embargo, decidió sabiamente que con una bastaba, y escogió un precioso bebé en su cunita, con los ojos azules cerrados, y rubios rizos bajo una bonita gorra. Colmaría de gozo su almita maternal el tener esa her­mosa muñeca en sus brazos durante el día, dor­mir a su lado de noche, y vivir con ella en la solitaria cabaña, puesto que el bebé podía decir "Mamá" con gran naturalidad, y Betty pen­saba que jamás se cansaría de oírse llamar con tan dulce nombre.

Le resultó difícil apartarse de la cuna para ver los demás tesoros, pero fue de un lado a otro con Bonnibelle, admirando todo lo que veía, hasta que entró la nodriza para avisarles que el almuerzo estaba listo y que Su Alteza no debía jugar más.

Betty apenas supo cómo comportarse cuando se halló sentada ante una magnífica mesa, con un lacayo detrás de su silla y toda clase de curiosos objetos de cristal, porcelana y plata por delante. Pero, fijándose en lo que hacía Bonnibelle, se arregló bastante bien, y comió con apetito duraznos, crema, torta, panecillos y bombones. En cambió no quiso probar las aves servidas en una fuente de plata, aunque olían muy bien, sino que dijo con tristeza:

-No, señor, gracias; no puedo comer a mis amigos.

El lacayo contuvo la risa, pero la Princesa también apartó el plato, diciendo ceñuda

-Ni yo tampoco... Tráeme un poco de jalea de damasco y un pedazo de torta. Ahora que conozco algo más acerca de las aves y lo que piensan de mí, me cuidaré bien de cómo las trato... No traigan más a mi mesa.

Después del almuerzo, las niñas fueron a la biblioteca, en cuyos estantes se hallaban aco­modados los mejores libros ilustrados, y había sillitas donde podía pasarse el día entero le­yendo. Betty brincó de alegría cuando su nueva amiga recogió un montón de los mejores y más vistosos para que se los llevara consigo, antes de pasar a la sala de música, donde una banda ejecutaba maravillosamente, y la Princesa bailó con su maestro de una manera majestuosa que Betty consideró muy tonta.

-Ahora debes bailar tú... He oído contar que lo haces muy bien, pues algunas damas y caballeros te vieron bailar con las margaritas y dijeron que era el más hermoso ballet que vieron en su vida. ¡Debes hacerlo ! No; hazlo por favor, querida Betty -se corrigió Bonnibelle, que aunque ordenó al principio, recordó luego lo dicho por el loro.

-No puedo hacerlo aquí, ante estas perso­nas... No conozco ningún paso y necesito flores -objetó Betty.

-Entonces ven a la terraza; en el jardín hay flores de sobra, y ya me cansé de esto - repuso Bonnibelle, mientras pasaba por una de las puertas vidrieras al amplió sendero de mármol donde Betty ansiaba ir.

En los escalones se encontraban sentados varios pavos reales, que al punto desplegaron sus espléndidas colas y se pusieron a pavonear­se, lanzando ásperos gritos al coronar sus ca­bezas con sus brillantes plumas.

-¿Qué dicen? -preguntó la Princesa.

"Aquí viene la vanidosa criatura que cree que sus ropajes son más hermosos que los nues­tros, y suele jactarse de ellos entre los más pobres y adoptar actitudes orgullosas. Noso­tros no la admiramos, pues pese a su elegante plumaje, sabemos qué tonta es". No escucharé más groserías de estos pajarracos malvados, ni elogiaré sus espléndidas colas como pensaba hacerlo. ¡Fuera, vanidosos l Nadie los quiere aquí -gritó Betty, echándolos de la terraza, mientras la Princesa reía al verlos bajar las preciosas colas y escabullirse entre chillidos de temor.

-Era verdad... Soy tonta y vana, pero nadie se atrevió a decírmelo nunca, e intentaré mejorar ahora que veo qué estúpidas son estas aves y qué dulce eres tú -declaró, cuando Betty regresó, brincando, a su lado.

-Haré para ti la danza del pavo real... Fí­jate qué bien -y Betty comenzó a hacer ca-

briolas, sosteniéndose la pollerita ancha, con la cabeza echada atrás y las puntas de los pies hacia afuera, de modo tan semejante a esos pá­jaros, que la anciana nodriza y la doncella, que acudieron, echaron a reír lo mismo que Bonnibelle.

Fue muy divertido, y una vez que imitó el vanidoso pavoneo de los pavos reales, Betty soltó súbitamente su pollera y se alejó corrien­do, agitando los brazos como alas y chillando en tono espantado.

Quería complacer a la Princesa y hacerle olvidar las palabras descorteses que se había visto obligada a repetirle, de modo que al volver

corriendo a su lado, se alegró de hallarla. muy contenta y ávida por más diversión.

-Y ahora bailaré la danza del tulipán - anunció Betty, que se puso a inclinarse y hacer reverencias ante un cantero lleno de esplén­didas flores doradas y escarlata, blancas y purpúreas; y los tulipanes parecieron devol­verle sus cortesías, como majestuosas damas y caballeros en un baile.

Nunca se vieron antes tan primorosos pasos, tan graciosos giros y elegantes movimientos de los brazos, ya que Betty, imitando el ba­lanceo de los altos capullos al viento, bailó con ellos un minué más bello que los ofrecidos en la corte.

-¡Es maravilloso! -declaró la doncella.

-¡Bendita sea! Debe ser una verdadera hada para poder hacer todo eso -agregó la vieja nodriza.

-¡Vuelve a bailar! ¡Oh, por favor, vuelve a bailar; es tan lindo! -palmoteó la Princesa cuando Betty, después de una última reverencia se irguió y se le acercó sonriente.

-Bailaré para ti la danza del viento, que es muy alegre, y este hermoso piso es tan liso, que me parece tener alas en los pies.

Dicho esto, Betty comenzó a revolotear de un lado a otro como una hoja al viento; ora se alejaba por la terraza como arrastrada por una ráfaga, ora se quedaba quieta, balanceán­dose un poco a impulsos de la suave brisa; luego giraba como atrapada por una tormenta, dando vueltas y vueltas hasta semejarse a una hoja de rosal arrebatada por el viento. A veces gi­raba al lado de la Princesa, para luego aparecer junto a la robusta nodriza, aunque se alejaba antes que la pudieran asir. Una vez bajó de un brinco los escalones de mármol y volvió vo­lando por encima de la barandilla, como si en verdad tuviera alas en los ágiles pies. Al fin la brisa pareció amainar, y la hoja fue a flotar con lentitud a los pies de Bonnibelle, donde quedó sin aliento, sonrosada y fatigada.

Bonnibelle volvió a batir palmas, pero antes de que alcanzara a expresar su deleite, una hermosa dama vino desde la ventana, por donde acababa de presenciar tan lindo ballet. Dos pe­queños pajes llevaban su larga cola de seda plateada; dos damas la acompañaban, una cu­briéndole la cabeza con un parasol rosado, y la otra llevando un abanico y un cojín; brillaban joyas en sus blancas manos, su cuello y su ca­bello, y estaba esplendorosa, pues era la Reina. Pero su expresión era dulce y encantadora, su voz muy suave, y su sonrisa tan bondadosa, que Betty, sin temor, le dedicó su mejor reve­rencia.

Una vez que colocaron el cojín de damasco sobre uno de los asientos de piedra tallada, que los pajes soltaron la cola y las doncellas cerraron el parasol y le ofrecieron el abanico de oro, todos retrocedieron, y sólo quedaron juntas la Reina, la nodriza y las dos niñas.

-¿Te agrada el nuevo juguete, querida? - inquirió la resplandeciente dama, cuando Bonnibelle corrió a su regazo para contarle cuánto se divertía con el Duende-. De veras creo que es un hada, para haberte dejado tan sonrosada, alegre y satisfecha. ¿Quién te enseñó a bailar de manera tan maravillosa, hija mía? - agregó dirigiéndose a la visitante.

-E! viento, señora Reina -sonrió Betty.

-¿Y quién te enseñó los hermosos cuentos que sabes contar?

-Los pájaros, señora Reina.

-¿Y qué haces para tener mejillas tan ro­sadas?

-Como pan negro y leche, señora Reina.

-¿Y cómo es que una niña solitaria como tú está tan contenta y es tan buena?

-Mi padre cuida de mí, y mi mamá, que está en el cielo, me hace buena, señora Reina.

Cuándo Betty dijo esto, la Reina la atrajo hacia sí, como si su tierno corazón compade­ciera á la niña sin madre y anhelara ayudarla de alguna manera. En ese momento se oyó un redoble de cascos en el patió de abajo, sonaron las trompetas, y todos se enteraron de que el Rey acababa de volver de cazar. Poco después, con tintineo de espuelas y taconeo de botas, apareció en la terraza seguido de algunos nobles.

Todos se inclinaron salvo la Reina, que per­maneció sentada con la Princesa en las rodi­llas, pues Bonnibelle no corrió al encuentro de su padre como lo hacía siempre Betty, cada vez que el suyo volvía á casa. Betty supuso que temería al Rey, y ella también le habría te­mido, quizás, de haber estado ataviado con su capa de armiño, su corona y sus joyas, pero ahora estaba vestido de modo muy semejante á su propio padre, con traje de cazador, un cuerno de plata al hombro y ninguna señal de esplendor, excepto una pluma en el sombrero y un gran anillo que relucía cuándo se quitó el guante para besar la mano de la Reina; de manera que Betty sonrió y le hizo una reve­rencia sin quitarle la vista de la cara.

A él le agradó esto, y como la conocía por haberla visto a menudo durante sus travesías por el bosque, le dijo:

-Acércate, Duende; te contaré algo que te gustará escuchar -y sentándose junto á la Reina, hizo señas á Betty con una amistosa in­clinación de cabeza.

Ella obedeció y se detuvo junto á sus rodi­llas, -dispuesta a escuchar, mientras damas y caballeros se adelantaban para hacer lo mismo, pues era evidente que aquel día había ocurrido algo más que la caza de un ciervo.

-Hace dos horas cazaba en el gran bosque de robles, y me había arrodillado para apuntar á un espléndido ciervo, cuándo un jabalí salvaje, enorme y furioso, surgió de los helechos á mi espalda en el instante en que yo hacía fuego -comenzó el Rey, mientras acariciaba la cabeza de Betty-. Aunque sólo me quedaba el puñal, me incorporé de un salto para en­frentarlo, pero tropecé en una raíz y quedé ten­dido á merced de la bestia, que me atacaba. Creo que mañana está señorita habría sido la Reina Bonnibelle, de no haber sido por un va­liente leñador, que apareció tras un árbol y con un golpe de su hacha mató al animal cuándo se disponía á destriparme. Era tu padre, Duende, y á él le debo la vida...

Cuando el Rey concluyó su relato, se elevó un murmullo, y damas y caballeros parecieron dispuestos a lanzar una aclamación, pero la Reina palideció y la vieja nodriza se precipitó para abanicarla, mientras Bonnibelle abrazaba a su padre, gritando

-¡No; si tú mueres, nunca seré reina, papá querido !

El Rey la sentó en una rodilla y a Betty en la otra, diciendo con animación

-Y ahora, ¿qué hacemos con el valiente que me salvo?

-Dale un palacio donde vivir y, muchísimo dinero -sugirió la Princesa, a quien no se le ocurría nada mejor que eso.

-Le ofrecí casa y dinero, pero él no quiso ni una ni otro, pues según afirmó quiere a su cabaña y no le hace falta oro. Piensen otra vez señoritas, y encuentren algo que le pueda agra­dar -insistió el monarca.

-Lo único que quiere es un buen campo para Daisy, señor Rey -repuso Betty con audacia, pues consideraba que la cara del rey, tostada y de expresión bondadosa, se parecía mucho a la de su padre.

-Lo tendrá... Ahora pide tres deseos para ti misma, hija mía, y si puedo te los concederé.

Betty mostró todos sus dientecitos blancos al reír de alegría ante tan espléndida oferta. Luego dijo con lentitud:

-Ahora no deseo sino una cosa, pues la Princesa me regaló una hermosa muñeca y muchos libros, de manera que soy el ser más dichoso del reino y nada me hace falta...

-¡Una damita satisfecha! ¿Quién de no­sotros puede decir lo mismo? -inquirió el Rey mirando a quienes lo rodeaban, y que bajaron la vista avergonzados, porque se lo pasaban pidiendo favores al buen monarca-. Bueno, ahora dinos qué es eso que puedo hacer para complacer a la hijita del valiente leñador John.

-Por favor, permite que la Princesa venga a jugar conmigo -se apresuró a pedir Betty.

Los caballeros se mostraron horrorizados, y las damas parecieron dispuestas a desvanecer­se ante la sola idea de cosa tan tremenda. Pero la Reina asintió con la cabeza y Bonnibelle exclamó

-¡Olí, sí!

El Rey, riendo, preguntó sorprendido:

-Pero, ¿por qué no vienes tú a jugar aquí con ella? ¿ Qué hay en la cabaña que no ten­gamos en el palacio?

-Muchas cosas, señor Rey -aseguró la pe­queña-. Ella dice estar cansada del palacio y de cuanto contiene, y anhela corretear por el bosque, estar sana, alegre y ocupada el día en­tero, lo mismo que yo. Quiere aprender a co­cinar, ordeñar, barrer y coser, y oír cómo sopla el viento, y bailar con las margaritas, y conversar con mis pajaritos, y soñar sueños fe­lices, y contentarse con estar viva, como yo.

-¡En verdad, eres un Duende audaz! Pero creo que tienes razón, y si mi Princesa puede llegar a tener unas mejillas como las tuyas en tu cabaña, irá cuando quiera -declaró el Rey, divertido por la soltura con que hablaba Betty e impresionado por el contraste entre las dos caritas. que veía : una, como un pálido lirio de jardín; la otra, como una fresca rosa silvestre.

Entonces Bonnibelle contó lo sucedido aquel día, hablando como nunca, y todos la escucha­ron, asombrados al ver cuán vivaz y dulce podía ser Su Alteza, y se preguntaron qué sería lo que había obrado tan súbito cambio. Pero la vieja nodriza iba por todos lados susurrando:

-Sé que es un verdadero Duende, pues nin­guna niña mortal podría ser tan decidida, tan animada, ni hacer lo que ella hizo : cautivar tanto al Rey como a la Reina y convertir a Su Alteza en una niña nueva.

De modo que todos miraron a Betty con sumo respeto, y cuando por fin concluyó la conver­sación, y el Rey se incorporó para marcharse

con un beso a cada una de las niñas, todos se inclinaron dejando paso al Duende, como si ella también fuera una Princesa.

Mas Betty no se enorgulleció, pues recordaba a los pavos reales al ir tomada de la mano de Bonnibelle tras los monarcas, hasta llegar al gran salón, donde estaba servido un festín y se oía espléndida música.

-Te sentarás conmigo y tendrás mi taza de oro -dijo Bonnibelle, cuando los cuernos de plata guardaron silencio y todos esperaban que el Rey condujera a la Reina hasta su sitio.

-No; debo volver a casa.. Se pone el sol, hay que ordeñar a Daisy y preparar la cena de mi padre. Déjame ir en busca de mis viejas ropas; éstas son demasiado finas para ponérmelas en la cabaña -pidió Betty, ansiosa por quedarse, pero tan fiel a sus deberes, que ni siquiera una orden del Rey podría retenerla.

-Dile que se quede, papá -exclamó la Prin­cesa, acudiendo al sillón dorado ocupado por su padre.

-Quédate, niña -dijo el Rey, con un mo­vimiento de su mano, donde una enorme joya brillaba como una estrella.

Pero Betty, sacudiendo la cabeza, repuso con dulzura:

-Por favor no me obliguéis, querido señor Rey. Daisy me necesita, y mi padre me echará mucho de menos si no corro a su encuentro cuando vuelva a casa.

Entonces el Rey sonrió y exclamó con entu­siasmo

-¡Bien, hija mía! No te retendremos. El leñador John me salvó la vida; no le quitaré

yo la alegría de la suya. ¡Corre a casa, pe­queño Duende, y que Dios te bendiga !

Betty corrió escaleras arriba, se puso su ves­tido y sombrero viejos, tomó uno de los mejores libros y la muñeca, dejando los demás para que se los llevaran al día siguiente, y luego in­tentó escabullirse por alguna puerta del fondo, pero eran tantos los salones y escaleras, que se perdió y volvió a la gran sala. Allí todos estaban comiendo, y la carne, el vino, los pas­teles y la fruta olían muy' bien. Pero aunque Betty no tendría para la cena otra cosa que pan negro y leche, zoo se quedó, y nadie más que uno de los pajes la vio salir corriendo al patio, tal como la Cenicienta al dar las doce.

Sin embargo, tuvo un hermoso viaje por el bosque verde y fresco, y una hora de felicidad al contarle a su padre todo lo sucedido aquel día maravilloso. Pero nunca se sintió más feliz que cuando se acostó en su cuartito, con la mu­ñeca dormida en los brazos y oyendo la con­versación de los reyezuelos, que entre las rosas se decían cuánto bien haría su Duende a la Princesa en los días venideros.

Al fin Betty quedó dormida, y tuvo hermo­sos sueños donde la Luna le sonreía con una cara bondadosa como la de la Reina; donde su padre aparecía tan orgulloso y bien plantado como el Rey, con una hacha al hombro y el jabalí muerto a sus pies, y Bonnibelle, sonro­sada, alegre y vigorosa, jugaba y trabajaba con ella en la cabaña, como una hermanita, mientras todas las aves repetían sus nombres en una dulce canción.

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LOUISA M. ALCOTT

(Estados Unidos, 1832-1888)

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