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25 abr 2008

EL AMIGO ABNEGADO de OSCAR WILDE


Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía ojos brillantes como bolas de cristal e hirsutos bigotes grises, y su rabo parecía una larga tira de goma negra. Los patitos estaban nadando en el estanque, semejantes a una bandada de canarios ama­rillos, y su madre, que era de un blanco puro, con patas rojas, intentaba enseñarles a sostenerse cabeza abajo en el agua.

-Nunca entraréis en la alta sociedad si no sabéis sos­teneros cabeza abajo -les decía y repetía.

Y de vez en cuando les mostraba cómo se hacía. Pero los patitos no le hacían caso. Eran tan jóvenes que no sabían qué ventajas tiene pertenecer a la sociedad.

-¡Qué niños tan desobedientes! -exclamó la rata de agua-; realmente les estaría bien merecido que se aho­garan.

-¡De ninguna manera! -respondió la pata-, todo el mundo tiene que aprender, y por mucha paciencia que tengan los padres nunca tienen suficiente.

-¡Ah! Yo no sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la rata de agua-; no soy madre de familia. En realidad, nunca he estado casada ni tengo intención de estarlo nunca. El amor está muy bien, a su manera, pero la amistad es muy superior a él. En verdad, no conozco nada en el mundo que sea ni más noble ni más raro que una amistad leal.

-Y dime, por favor, ¿qué idea tienes de cuáles son los deberes de un amigo leal? -preguntó un pardillo verde que estaba posado en un sauce muy cerca de allí y había oído la conversación.

-Sí, eso es precisamente lo que deseo yo saber -dijo la pata, y se fue nadando hasta el extremo del estanque, poniéndose cabeza abajo para dar un buen ejemplo a sus hijos.

-¡Qué pregunta más tonta! -replicó la rata de agua-. Yo esperaría que mi amigo fuera leal conmigo, naturalmente.

-¿Y qué harías tú a cambio? -dijo el pajarillo, co­lumpiándose en una ramita de plata y batiendo sus alas diminutas.

-No te entiendo -contestó la rata de agua.

-Déjame que te cuente una historia sobre eso -dijo el pardillo.

-¿Habla de mí esa historia? -preguntó la rata de agua-. En ese caso la escucharé, pues las historias me gustan muchísimo.

-Se te puede aplicar -respondió el pardillo.

Y bajando de un vuelo a la orilla contó el cuento del Amigó Abnegado.

-Erase una vez -dijo el pardillo- un honrado hom­brecillo que se llamaba Hans.

-¿Era muy distinguido? -preguntó la rata de agua. -No -respondió el pardillo-, no creo que fuera nada distinguido, excepto por su corazón bondadoso y por su divertida cara redonda rebosante de alegría. Vivía solo en una casita muy pequeña, y todos los días traba­jaba en su jardín. En toda la comarca no había un jardín tan hermoso como el suyo; crecían en él minutisas y al­helíes y saxífragas y campanillas de invierno; había rosas de Damasco rojas y rosas de té amarillas, flores de aza­frán color lila, y violetas de oro y púrpura, y violetas blan­cas. Los agavanzos y las cardaminas, las mejoranas y la albahaca, la vellorita y el iris, el narciso y el clavel doble florecían sucesivamente según pasaban los meses, reem­plazando una flor a la otra, de tal modo que siempre ha­bía cosas hermosas para la vista y gratas fragancias para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero entre todos ellos el más íntimo era el gran Hugh, el molinero. Realmente, el rico molinero era un amigo tan íntimo del pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse sobre la tapia y coger un gran ramo de flores, o un puñado de hierbas olorosas, o sin llenarse los bol­sillos de ciruelas y cerezas si era la temporada de la fruta.

-Los verdaderos amigos debieran tener todo en co­mún -solía decir el molinero.

Y el pequeño Hans asentía con la cabeza y sonreía, y se sentía muy orgulloso de tener un amigo con ideas tan nobles.

A veces, a decir verdad, los vecinos pensaban que era extraño que el rico molinero nunca diera nada a cambio al pequeño Hans, aunque tenía cien sacos de harina al­macenados en su molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas cubiertas de lana; pero a Hans nunca le pasaban por la cabeza tales pensamientos, y nada le daba mayor placer que escuchar todas las cosas admira­bles que solía decir el molinero sobre la ausencia de egoísmo de la amistad verdadera.

Así es que el pequeño Hans trabajaba en su jardín. Du­rante la primavera, el verano y el otoño era muy dichoso, pero cuando llegaba el invierno, y no tenía ni fruta ni flores que llevar al mercado, sufría mucho por el frío y el hambre, y frecuentemente tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o unas nueces du­ras. En invierno, además, se sentía muy solo, ya que en­tonces no iba nunca a verle el molinero.

-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans en lo que dure la nieve -solía decír el molinero a su mujer-, pues cuando la gente está en apuros es mejor dejarla sola y no importunarla con visitas. Esa es, al me­nos, la idea que yo tengo de la amistad, y estoy seguro de que tengo razón. Así es que esperaré hasta que llegue la primavera, y entonces le haré una visita, y él podrá darme una gran cesta de velloritas, y eso le hará feliz.

-Realmente, te preocupas mucho por los demás -respondió su esposa, que estaba sentada en un cómodo sillón junto a un gran fuego de leña de pino-; te preo­cupas mucho, verdaderamente. Es una delicia oírte ha­blar de la amistad. Estoy segura de que el cura mismo no sabría decir cosas tan hermosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el dedo meñique.

-Pero ¿no podríamos invitar al pequeño Hans a que viniera aquí? -preguntó el hijo menor del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros yo le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.

-¡Qué chico tan tonto eres! -gritó el molinero-; realmente no sé de qué sirve mandarte a la escuela; pa­rece que no aprendes nada. ¡Mira!, si el pequeño Hans viniera aquí y viera nuestro fuego confortable, y nuestra buena cena, y nuestro gran barril de vino tinto, puede que se volviera envidioso, y la envidia es una cosa terri­ble, que echaría a perder el carácter de cualquiera. Yo, ciertamente, no permitiré que se eche a perder el carác­ter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y vigilaré para que no caiga en ninguna tentación. Ade­más, si Hans viniera aquí, puede que me pidiera que le dejara llevarse algo de harina a crédito, y yo no podría hacer eso; la harina es una cosa y la amistad es otra, y no debieran confundirse. ¡Está claro!, las dos palabras se escriben de modo diferente, y significan cosas completa­mente distintas. Todo el mundo puede entender eso.

-¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero, mientras se servía un gran vaso de cerveza caliente-; me siento completamente adormilada; es lo mismo que si es­tuviera en la iglesia.

-Mucha gente obra bien -respondió el molinero-; pero hay muy poca gente que hable bien; lo que prueba que hablar es, con mucho, lo más difícil de estas dos cosas, y con mucho, también, la más hermosa.

Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo pequeño, que se sentía tan avergonzado de sí mismo que bajó la cabeza y se puso muy colorado, y empezó a llorar, dejando caer las lágrimas en el té. Sin embargo, era tan joven que debéis disculparle.

-¿Es ese el final de la historia? -preguntó la rata de agua.

-Ciertamente que no -respondió el pardillo-, ese es el comienzo.

-Entonces, no estás al día -dijo la rata de agua-. Ahora todos los buenos narradores empiezan por el final y luego siguen por el principio, y terminan por el medio. Es la nueva técnica narrativa. Me enteré de todo esto el otro día por un crítico que paseaba alrededor del estan­que con un joven. Habló largamente del asunto, y estoy seguro de que debía tener razón, pues llevaba gafas azu­les y era calvo, y cada vez que el joven hacía alguna ob­servación, contestaba siempre: «¡Bah!» Pero, por favor, sigue con tu historia. Me agrada enormemente el moli­nero. Yo tengo también toda clase de hermosos senti­mientos, así es que hay una gran simpatía entre nosotros dos.

-Pues bien -dijo el pardillo, brincando ya sobre una pata, ya sobre la otra-, tan pronto como acabó el in­vierno y las velloritas empezaron a abrir sus estrellas de color amarillo pálido, el molinero dijo a su mujer que ha­jaría a ver al pequeño Hans.

-¡Ah, qué buen corazón tienes! -exclamó su mujer-; siempre estás pensando en los demás. Y no te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así es que el molinero sujetó las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.

-Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero.

-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en su azada y sonriendo de oreja a oreja.

-¿Y cómo te ha ido en todo el invierno? -dijo el molinero.

-Bueno, verdaderamente -exclamó Hans-, eres muy amable al preguntármelo, muy amable, ciertamente. A decir verdad, lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y me siento completamente feliz, y todas mis flores van bien.

-Hemos hablado muchas veces de ti durante el in­vierno, Hans -dijo el molinero-, y nos preguntábamos cómo te irían las cosas.

-Habéis sido muy amables -dijo Hans-, casi temía que me hubieras olvidado.

-Hans, ¡me dejas sorprendido! -dijo el molinero-, la amistad nunca olvida. Eso es lo maravilloso que tiene; pero me temo que tú no entiendes la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué hermosas están tus velloritas!

-Sí, están verdaderamente muy hermosas -dijo Hans-, y es una suerte para mí el tener tantas. Voy a llevarlas al mercado para vendérselas a la hija del bur­gomaestre, y así con ese dinero volveré a comprar mi ca­rretilla.

-¿Que volverás a comprar tu carretilla? ¿No querrás decir que la has vendido? ¡Qué cosa más tonta se te ha ocurrido hacer!

-Bueno, la verdad es que me vi obligado a hacerlo. Ya sabes, el invierno fue una temporada muy mala para mí y en realidad no tenía dinero para comprar pan. Así que primero vendí los botones de plata de mi chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata, y des­pués vendí mi pipa grande, y por último vendí mi carre­tilla. Pero voy a volver a comprarlo todo ahora.

-Hans -dijo el molinero-, te voy a dar mi carretilla. No está en buen estado; a decir verdad, uno de los dos lados ha desaparecido, y algo no va bien en los radios de la rueda; pero a pesar de eso te la voy a regalar. Sé que soy muy generoso al hacer esto, y que mucha gente me creería tonto de remate por desprenderme de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la gene­rosidad es la esencia de la amistad, y, además, tengo una carretilla nueva. Sí, puedes quedarte tranquilo, te daré mi carretilla.

-Bueno, realmente eres muy generoso -dijo el pe­queño Hans, y su divertida cara redonda se puso toda radiante de placer-. Me va a ser muy fácil repararla, porque tengo una tabla en casa.

-¡Una tabla! -dijo el molinero-; ¡caramba!, eso es precisamente lo que necesito para el tejado de mi gra­nero. Tiene un boquete muy grande y todo el grano se mojará si no lo tapo. ¡Qué suerte que lo hayas mencio­nado! Es sorprendente cómo una buena acción siempre produce otra. Yo te he dado la carretilla, y ahora tú me vas a dar tu tabla. Desde luego, la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la verdadera amistad nunca se fija en esas cosas. Haz el favor de ir a buscarla en seguida, y me pondré a trabajar en mi granero hoy mismo.

-Ciertamente -exclamó el pequeño Hans.

Y corrió al cobertizo y sacó la tabla.

-No es una tabla muy grande -dijo el molinero mi­rándola-, y me temo que después de que haya reparado el tejado de mi granero no te quedará nada para que arregles la carretilla; pero, desde luego, eso no es culpa mía. Y ahora que te he dado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme unas flores a cambio. Aquí tie­nes la cesta, y procura llenarla del todo.

-¿Llenarla del todo? -dijo el pequeño Hans, un poco afligido, pues realmente era una cesta muy grande, y sabía que si la llenaba no le quedarían flores para el mercado, y estaba deseando volver a tener sus botones de plata.

-Bueno, en realidad -replicó el molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte unas cuantas flores. Puede que me equivoque, pero yo había pensado que la amistad, la verdadera amistad, estaba completamente libre de cualquier clase de egoísmo.

-Mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pe­queño Hans-, todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero con mucho que tú tengas una buena opinión de mí a tener yo mis botones de plata, y eso en cualquier ocasión.

Y corrió a coger todas sus lindas velloritas y llenó la cesta del molinero.

-Adiós, pequeño Hans -dijo el molinero, mientras subía la cuesta con la tabla al hombro y la gran cesta en la mano.

-Adiós -dijo el pequeño Hans.

Y se puso a cavar alegremente, de contento que estaba por la carretilla.

Al día siguiente, estaba sujetando madreselvas al por­che cuando oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, corrió al fondo del jardín y miró por encima de la tapia.

Allí estaba el molinero con un gran saco de harina a la espalda.

-Querido pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿te im­portaría llevarme este saco de harina al mercado?

-¡Oh, cuánto lo siento! -dijo Hans-, pero la verdad es que estoy muy ocupado hoy. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, y regar todas mis flores, y pasar el ro­dillo a todo mi césped.

-Bueno, realmente -dijo el molinero-, yo creo que teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla es una falta de amistad que te niegues a hacerlo.

-¡Oh, no digas eso! -exclamó el pequeño Hans-, no querría faltar a la amistad por nada del mundo.

Y entró corriendo en la casa para coger la gorra, y se fue caminando penosamente con el gran saco sobre los hombros.

Era un día de mucho calor, y la carretera estaba te­rriblemente polvorienta, y antes de que Hans hubiera lle­gado al sexto mojón estaba tan cansado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, siguió animosamente su camino, y al fin llegó al mercado.

Después de esperar allí algún tiempo vendió el saco de harina a muy buen precio, y entonces se volvió a casa en seguida, pues temía que si se retrasaba demasiado podría encontrar ladrones por el camino.

-Ha sido ciertamente un día muy duro -se dijo el pequeño Hans al meterse en la cama-, pero me alegro de no haber dicho que no al molinero, porque es mi me­jor amigo y, además, me va a dar su carretilla.

A la mañana siguiente, muy temprano, bajó el moli­nero a recoger el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado que todavía seguía en la cama.

-¡A fe mía -dijo el molinero-, eres muy perezoso! Teniendo en cuenta que te voy a regalar mi carretilla, creo que podrías trabajar más. La ociosidad es la madre de todos los vicios, y a mí, ciertamente, no me gusta que ninguno de mis amigos sea holgazán ni perezoso. No debe parecerte mal que te hable con toda claridad. Desde luego no se me ocurriría hacerlo así si no fuera amigo tuyo; pero ¿de qué sirve la amistad si uno no puede decir exactamente lo que piensa? Cualquiera puede decir cosas agradables y tratar de complacer y de halagar; en cambio, un verdadero amigo siempre dice las cosas molestas, y no le importa dar un disgusto. En verdad, si es realmente un amigo sincero lo prefiere, pues sabe que en este caso está obrando bien.

-Lo siento muchísimo -dijo el pequeño Hans, fro­tándose los ojos y quitándose el gorro de dornir-, pero estaba tan cansado que pensé quedarme en la cama un poco más y oír cantar a los pájaros. ¿No sabes que siem­pre trabajo mejor después de oír cantar a los pájaros?

-Bueno, me alegro de oír eso -dijo el molinero, dando una palmada en la espalda al pequeño Hans-, porque quiero que subas al molino en cuanto te vistas y arregles el tejado de mi granero.

El pobre pequeño Hans estaba deseando ir a trabajar en su jardín, pues hacía dos días que las flores estaban sin regar, pero no quería decir que no al molinero, puesto que era tan buen amigo suyo.

-¿Crees que faltaría a la amistad si dijera que estoy ocupado? -preguntó con voz vergonzosa y tímida. -Bueno, en realidad -respondió el molinero- no me parece que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla, pero naturalmente, si tú dices que no, iré y lo haré yo.

-Oh, de ninguna manera! -exclamó el pequeño Hans.

Y saltó de la cama y se vistió y se fue al granero.

Trabajó allí todo el día, hasta la puesta del sol, y a la puesta del sol fue el molinero a ver cómo iba la cosa.

-Has arreglado ya el boquete del tejado, pequeño Hans? -gritó el molinero con voz jovial.

-Está arreglado del todo -respondió el pequeño Hans, bajando de la escalera.

-¡Ah -dijo el molinero-, no hay trabajo tan agra­dable como el trabajo que se hace por los demás!

-Es verdaderamente un gran privilegio oírte hablar -replicó el pequeño Hans, sentándose y enjugándose la frente-, un privilegio muy grande, pero me temo que yo no tendré nunca ideas tan hermosas como las que tie­nes tú.

-¡Oh, ya te vendrán! -dijo el molinero-, pero has de esforzarte más. Ahora tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás la teoría también.

-¿Crees realmente que la tendré? -preguntó el pe­queño Hans.

-No me cabe la menor duda respecto a eso -con­testó el molinero-, pero ahora que has arreglado el te­jado, sería mejor que fueras a casa a descansar, pues quiero que mañana lleves mis ovejas a la montaña.

El pobre pequeño Hans no se atrevió a decir nada, y a la mañana siguiente, muy temprano, el molinero le llevó las ovejas hasta la casita, y Hans se puso en camino con ellas hacia el monte. Le llevó el día entero llegar allí y volver; y cuando regresó estaba tan cansado que se quedó dormido en una silla, y no se despertó hasta que era pleno día.

-¡Qué tiempo tan delicioso voy a pasar en mi jardín! -se dijo.

Y se puso inmediatamente a trabajar.

Pero por una cosa o por otra nunca podía cuidar sus flores de ninguna manera, pues siempre llegaba su amigo el molinero y le mandaba a largos recados, o le llevaba a que le ayudase en el molino. El pobre Hans estaba muy angustiado algunas veces, pues temía que sus flores cre­yeran que se había olvidado de ellas, pero se consolaba con el pensamiento de que el molinero era su mejor amigo.

-Además -solía decirse-, me va a regalar su carre­tilla, y eso es un acto de pura generosidad.

Así es que el pequeño Hans trabajaba para el moli­nero, y el molinero decía toda clase de cosas hermosas sobre la amistad, las cuales anotaba Hans en un cuaderno y releía por la noche, pues era todo un intelectual.

Ahora bien, sucedió que una tarde estaba el pequeño Hans sentado junto a su fuego cuando sonó un fuerte golpe seco en la puerta. Era una noche muy tormentosa, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa tan te­rriblemente que en un primer momento pensó que era sólo la tormenta. Pero vino un segundo golpe seco, y luego un tercero, más fuerte que los otros.

-Será algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans, y corrió a la puerta.

Allí estaba el molinero, con una linterna en una mano y un gran bastón en la otra.

-Querido pequeño Hans -exclamó el molinero-, es­toy en un gran apuro: mi hijo pequeño se ha caído de una escalera y se ha hecho daño, y voy a buscar al mé­dico. Pero vive tan lejos y hace una noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor si fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte mi carretilla, y por tanto sería justo que hicieras algo por mí a cambio.

-¡No faltaría más! -exclamó el pequeño Hans-; considero un cumplido que recurras a mí, y me pondré en camino inmediatamente. Pero debes prestarme tu lin­terna, porque la noche es tan oscura que me da miedo que pueda caerme a la acequia.

-Lo siento mucho -replicó el molinero-, pero es mi linterna nueva, y sería una gran pérdida si algo le ocu­rriera.

-Bueno, no importa. Me las arreglaré sin ella -ex­clamó el pequeño Hans.

Y cogió su gran abrigo de pieles y su gorra escarlata que le abrigaba tanto, se enrolló una bufanda alrededor del cuello y se puso en marcha.

¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra que el pequeño Hans casi no podía ver, y el viento era tan fuerte que a duras penas podía mantenerse en pie. Sin embargo, era muy animoso, y después de haber an­dado unas tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta.

-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana de su alcoba.

-El pequeño Hans, doctor.

-¿Qué quieres, pequeño Hans?

-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha hecho daño, y el molinero quiere que vaya en se­guida.

-Muy bien -dijo el médico.

Y ordenó que le llevaran el caballo, las grandes botas y la linterna, y bajó las escaleras, y empezó a cabalgar en dirección a la casa del molinero, mientras el pequeño Hans caminaba penosamente detrás de él.

Pero la tormenta arreciaba cada vez más, y la lluvia caía a torrentes, y el pequeño Hans no podía ver por dónde iba, ni ir al paso del caballo. Al final perdió el camino, y se extravió dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, pues estaba lleno de hoyos profundos. Y allí se ahogó el pobre pequeño Hans.

Unos cabreros encontraron su cuerpo al día siguiente, flotando en una gran charca de agua, y lo llevaron ellos mismos a la casita.

Hans era tan popular que todo el mundo fue a su en­tierro, y el molinero fue el principal doliente.

-Como yo era su mejor amigo -dijo el molinero-, justo es que ocupe el mejor puesto.

Así es que iba a la cabeza del cortejo con una larga capa negra y de vez en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo.

-La muerte del pequeño Hans es indudablemente una gran pérdida para todos -dijo el herrero, cuando hubo terminado el funeral y todos estaban sentados cómoda­mente en la taberna, bebiendo vino con especias y co­miendo bollos dulces.

-Una gran pérdida al menos para mí -replicó el mo­linero-; ¡mira!, yo me porté tan bien con él que le ofrecí mi carretilla, y ahora realmente no sé qué hacer con ella. Me estorba en casa, y está en tal mal estado que no po­dría sacar nada por ella si la vendiera. Ciertamente ten­dré mucho cuidado en no volver a dar nada a nadie; uno siempre sufre por generoso.

-Bueno, ¿y qué más? -dijo la rata de agua, después de una larga pausa.

-Bueno, pues nada más; ese es el final -dijo el par­dillo.

-Pero ¿qué fue del molinero? -preguntó la rata de agua.

-¡Oh, realmente no lo sé! -replicó el pardillo-; ni me importa, de eso estoy seguro.

-Es evidente que la simpatía no forma parte de tu ca­rácter -dijo la rata de agua.

-Me temo que no has entendido la moraleja de la his­toria -observó el pardillo.

-¿La qué? -chilló la rata de agua.

-La moraleja.

-¿Quieres decir que el cuento tiene una moraleja?

-Ciertamente -dijo el pardillo.

-Bueno -dijo la rata de agua, con aire furioso-, creo que realmente debieras habérmelo dicho antes de empezar. En ese caso, ten por seguro que no te hubiera escuchado; de hecho hubiera dicho «¡bah!», como el crí­tico. Pero puedo decirlo ahora.

Así es que gritó «¡bah!», a voz en cuello, hizo un mo­vimiento brusco con el rabo y se volvió a meter en su madriguera.

-¿Y qué opinas de la rata de agua? -preguntó la pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos maternales, y no puedo ver nunca a una solterona empedernida sin que se me salten las lágrimas.

-Me temo que le he aburrido -contestó el pardi­llo-. El hecho es que le conté una historia con una mo­raleja.

-¡Ah, eso es siempre algo muy peligroso! -dijo la pata.

Y yo estoy completamente de acuerdo con ella.

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