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16 jun 2011

Carta IV. A la Señora de Sade


Mucha razón hay en decir, querida amiga mía, que los edificios construidos a la manera en que me encuentro sólo se apoyan en la arena y que todas las ideas que uno se for­ma no son más que quimeras, destruidas tan pronto como se las ha concebido. De seis combinaciones que me había hecho, yo aparte, y en las que basaba una esperanza de pró­xima liberación, no queda, a Dios gracias, ni una sola, y tu carta del 14 de abril las ha hecho desaparecer como los rayos del sol disipan el rocío de la mañana. Es cierto que en cambio he hallado la consoladora frase de que puedo estar bien seguro de que no estaré aquí un minuto más que el tiempo necesario. No que haya en el mundo nada tan tranquilizador como esta expresión, de manera que, si es ne­cesario que permanezca aquí seis meses, seis meses perma­neceré. Es encantador, y en verdad los que gobiernan tu estilo deben de sentirse muy satisfechos con los progresos que realizas en su profundo arte de revolver la herida de los desdichados. Verdaderamente resulta imposible lograrlo mejor.
Sin embargo, te había advertido que es muy difícil que mi cabeza resista más secretarios a sus órdenes, ¡sobre todo cuando uno se encuentra reducido como yo! Pero tal vez me objetes que no te lo había dicho antes... Sí, pero es que antes había para conmigo muchas más atenciones que aho­ra; antes yo me paseaba con una frecuencia mucho mayor. No se me abandonaba a la hora de las comidas. Estaba en una buena cámara con un hermoso hogar... Y ahora, nadie cuando como, muchos menos paseos, y enjaulado en la ha­bitación más húmeda del torreón (como que sólo de ahí pro­vienen mis dolores de cabeza). Y para colmo de bondades, imposibilidad de hacer fuego: aunque te parezca mentira, aún no he encendido el hogar en todo el invierno, y ahora puedo asegurar que ya no lo encenderé. Así estoy, querida amiga. Pero también ahora ya no se me necesita: mi proceso ha recibido sentencia. Si reviento, tanto mejor: será un gran alivio... y estoy convencidísimo de que, en el fondo, nadie se enojará por ello. ¿Y no quieres que en semejante situa­ción uno pida con la más viva instancia que lo saquen de aquí, o por lo menos que le digan cuánto tiempo debe estar aún? Habría que ser enemigo de sí mismo para no ocupar­se de esta mera idea, habría que serlo tanto como lo son de mí los que aquí me retienen y los que se niegan a satisfa­cer el único consuelo que pido... ¿No le sabes, di? Y si no lo sabes, ¿cómo es que me lo indicas? ¡No me repitas se­mejante mentira. en nombre de Dios! No me la repitas, por­que me haces hervir la sangre. Voy a probarte de la más auténtica manera que tú sabías desde el 14 de febrero de 1777 que habría de juzgárseme el 14 de junio de 1778. Vea­mos. Si tan bien conocías la primera parte de mi detención, ¿cómo quieres convencerme de que no conocías la segunda? ¡Pero qué estoy diciendo...! ¡Ay, no te has negado a de­círmela, y es seguro que me la dijiste de una manera rotun­da y más que expresiva cuando me mostraste los dieciséis meses con tu número 22. ¿Hay en el mundo nada más claro que el sábado 22 de febrero, N9 3 por último? Sospechar, después de esto, que el día de mi salida no es el 22 de fe­brero de 1780 sería, seguramente, hacerse una ilusión fatal.
Sentiste miedo, sin embargo, de que yo no estuviese suficientemente convencido, y entonces tuviste la gentileza de enviarme, poco tiempo después, tres papeles en blanco, asegurándome a. las claras que era para tres años. ¡Y aún hoy, renovando esa encantadora señal, hoy, precisamente hoy, cuando ya han pasado dos años y todavía falta uno, aún vuelves a. pedirme a grito pelado una firma en blanco! ¿Y quieres que dude, después de muestras tan rotundas? No, no, no; no dudo ni por un minuto de tener que sufrir todavía un año de desdicha. Es inútil que te pongas más pesada a este respecto: te comprendo, te entiendo; no me renueves más el espantoso recuerdo. Lo que encuentro indigno, lo que jamás les perdonaré a aquellos y aquellas que lo hacen, es tra­tar de destruir esta idea en lugar de fortificarla. Cuando tu, desde los comienzos, me diste a saber de una manera tan cabal estos tres años, ¿por qué, oyéndome decirlo, me res­pondían: "¡Pero qué idea! ¡Tres años! ¡Imposible! A lo sumo algunos meses...? Eso es lo infame, eso es lo odioso, eso es lo que causa todo el pesar y toda la desdicha de mi situación. ¿No habría sido infinitamente más humano dejarme con mi ilusión, puesto que no era una quimera, antes de destruirla día tras día para ponerme en el caso de forjarme una espe­ranza que hacían nacer y fomentaban en mí sólo para gozar con la desgracia en que debía sumirme la pena, de verla destruida? Lo repito: esos procedimientos son dignos de odio; carecen de humanidad y buen sentido y son los porta­estandartes de una ferocidad imbécil, semejante a la de los ti­gres y los leones.
Y ahora, cuando yo, más firme que nunca en la realísima idea de que aún me queda un año por sufrir, lo testimonio en mis cartas, otra vez, recomenzando la misma canción, tienen la audacia, tienen la infamia de escribirme sobre doce potes de confituras que pedí en diciembre: "¡Doce potes de confituras! ¡Oh, santo cielo! ¿Qué desea hacer con eso? ¿Va a dar un bai­le, sin duda? En todo caso, no será malo que quede un poco." He ahí en dos palabras cuál ha sido y es aún la obra de mis verdugos, pues ¿qué nombre dar a aquellos de quienes he re­cibido las puñaladas más violentas? Puesto que tú me lo decías: tres años, y puesto que yo me resignaba a ello.: ¿por qué des­truir mi ilusión? ¿Por qué darme a entrever una salida más próxima, cuando no es cierto? ¿Y por qué, en fin, complacerse en ofrecerme a cada momento una esperanza, para arrancár­mela al momento siguiente? De este juego infame me quejo, y los que al jugarlo sirven de instrumento para la venganza de los demás desempeñan un papel chato y pésimo, y hasta bárbaro, podría agregar, porque ¿qué les he hecho a esas per­sonas? A uno, nada: en mi vida lo había visto; a otro, gentile­zas y delicadezas... En fin, ya todo está dicho. Pueden aguzar sus dardos para el año próximo si por azar mí ilusión se pone demasiado insolente; en cuanto a mi ilusión, les declaro que así se dirijan y le escriban al diablo -que ya debe de estar acos­tumbrado a sus odiosas mentiras- no creeré que voy a salir un minuto antes del 22 de febrero de 1780. Y no hablemos más de ello.
Hay no obstante en tu carta una frase capaz de hacerme entrever una suerte aún más horrorosa. Es ésta: "Nada prueba que los términos que te he indicado según mis conjeturas no sean falsos." ¡Pero los términos que me has indicado son, exactamente, el 22 de febrero de 1780! Declaro y aseguro no haber jamás visto ni adivinado otra indicación en tus cartas. Sin em­bargo, tras esa frase escribes: "A lo cual vas a decirme: ¿pero por qué me señalaste en La Coste tal cosa y cuál otra? Te res­ponderé que me han engañado." ¡Pero lo que me señalaste en La Coste era que te habían dicho que yo estaría aún tres años después de mi juicio, o un año y destierro! Ahora dices que estás enfadada por haberme dicho aquello. Es peor, pues uno no se enfada por haberle dicho a. alguien más de lo que hay: es proporcionarle una agradable sorpresa; no se le deben ex- cusas por haberlo engañado en ese sentido... No obstante, tú me las das. Quiere decir que es peor. Y si es peor, ¡entonces quiere decir que estoy muy lejos de la verdad si creo salir el 22 de febrero de 1780! Te quedare infinitamente agradecido si me explicas esa frase, pues aumenta cruelmente mi inquietud y mi pesar.
Dime, te lo ruego: ¿sueles preguntar a los infames faci­nerosos, a los arrastrados abominables que se divierten tenién­dome sobre carbones encendidos, ya que rehúsan hacerme sa­ber el término, qué esperan ganar con ello? Ya he dicho y es­crito mil veces que, en vez de ganar, se pierde, que se me hace el mal mayor en lugar 'de hacerme el bien, que la índole de mi carácter no se presta a un trato así y que se me priva tan­to de la posibilidad como de la voluntad de reflexionar y, consecuentemente, de beneficiarme con la situación. Hoy, al cabo de dos años de esta horrible situación, añado y certifico que me siento mil veces peor que lo que era al entrar aquí, que mi temperamento se ha vuelto agrio y áspero, mi sangre mil veces más ardiente, mi cabeza mil veces más mala, y que, en una palabra, cuando salga de aquí será necesario que me vaya a vivir a un bosque, pues en el estado en que me encuen­tro, me será imposible vivir entre los hombres. ¡Ah!, ¿qué me costaría decir, gran Dios, que esto me ha hecho bien, si me lo hubiera hecho? ¡Ay, señores boticarios!, ahora que vuestras drogas se pagan y los dos tercios de ellas se toman, ¿por qué iría yo a no convenir en su eficacia si la tuvieran? Pero creed­me: vuestras drogas no tienen otra eficacia que la de volvernos locos, y vosotros sois envenenadores y no médicos, o sois, me­jor dicho, unos desalmados a los que habría que moler a pa­los para enseñaros a tener encerrado a un inocente sólo por satisfacer vuestra venganza, vuestra avidez y vuestros ínfimos
y villanos intereses personales. ¿Habré de callarlo nunca? ¡Ani­quíleseme mil veces si es cierto! "Otros fueron engañados -me dices- y no me dijeron..." Son unos animales; son unos im­béciles. Si hubieran hablado, si hubieran revelado todos los horrores, todas las infamias de que han sido víctimas, el mo­narca habría sido esclarecido: es justo y no lo habría tolera­do. Precisamente de su silencio nace la impunidad de esos buscones. Pero yo lo esclareceré, yo le abriré los ojos, así tenga que ir a arrojarme a sus pies, para pedir razón y jus­ticia por todo lo que injustamente se me ha hecho sufrir.
¡Oh, no necesitas recomendarme que no calcule ni com­pare tus cartas! Te doy mi palabra de honor que ya no lo hago. Lo he hecho, para mi desgracia, pues pensé que iba a enloquecer, pero antes que volver a hacerlo preferiría que me arrancasen la carne a pedazos. Haces oídos de mercader con respecto al número 22... El problema que te planteaba era sencillísimo, pero no podías darme la menor satisfacción; no hablemos más de él. Tan sólo recuerda que nunca olvidaré tu encarnizamiento... ¡Eh, si tuvieras buena memoria, recorda­rías si todas las chanzas e impertinencias dirigidas a mi carácter han tenido algún éxito! En La Coste, cuando me formulaban aquellas reprimendas espirituales y cuando se me dejaba tran­quilo, yo presentaba una gran diferencia... teniendo en cuenta lo cual debes ver si todo esto es bueno para mí. No quiero remitirme nada más que a lo que tú misma me decías al respecto. Si milli Rousset no puede decir lo que no sabe, entonces que no diga nada. Esa es toda mi respuesta; ella debe entenderme. Si me enfurruña, tanto peor para ella; me hará ver bien lo que son los amigos de este siglo, etc.
¿Puedo saber quién ha desposado a milli Devri? Me di­ces que milli de Launay no se ha casado, "y no iré a su bo­da". Va a casarse, ya que te aprestas a no ir a su boda, ¿no? En consecuencia, Marais no me ha mentido tanto como pretendes. Pero en lo que sí me ha mentido, y mucho, es, por ejemplo, cuando me dijo que yo sólo estaría aquí seis meses. En eso es en lo que lo encuentro un abominable prostituto, porque él sabía muy bien que lo que me decía no era cier­to y acortar el plazo es indigno: es prepararle a un hombre el momento de la más espantosa desesperación cuando vea que su ilusión se frustra.
No respondo en cuanto a la firma en blanco. Es una señal. Ha producido su efecto; no hablemos más. ¿No tienes el dinero de Provenza? Háztelo traer si lo necesitas, pero no firmo nada.
Todo mi consuelo es Petrarca. Lo leo con tal placer, con tal avidez, que no hay comparación posible. Pero hago con él lo que la marquesa de Sevigné hacía, con las cartas de su hija: lo leo lentamente, por temor a terminar de leerlo. ¡Qué obra tan bien escrita...! Laura me trastorna. Me siento como un ni­ño. La leo todo el día, y a la noche sueño con ella. Te con­taré un sueño que tuve ayer, mientras todo el universo se entregaba a la diversión.
Era alrededor de medianoche. Yo acababa de dormirme, con sus memorias en la mano. De pronto se me apareció... ¡La estaba viendo! El horror de la tumba no había alterado el fulgor de sus encantos, y sus ojos aún tenían tanto fuego como cuando Petrarca los celebraba. Una gasa negra la en­volvía íntegra, y sus hermosos cabellos rubios flotaban negli­gentemente hacia atrás. Parecía que el amor, para hacerla aún más bella, había querido suavizar todo el aparato lúgubre con que se ofrecía a mis ojos. "¿Por qué gimes en la tierra? —me dijo—. Ven a reunirte conmigo. Hay más males, más penas e inquietudes en el espacio inmenso en que habito. Ten el va­lor de seguirme." Ante palabras tales, me posterné a sus pies y le dije: "¡Oh, Madre mía...!". Y los sollozos ahogaron mi voz. Ella me tendió una mano, que yo cubrí de lágrimas. También ella lloraba. "Cuando vivía en este mundo que de­testas —añadió—, me agradaba dirigir mis miradas hacia el porvenir; multiplicaba mi posteridad hacia ti, y no te veía tan desdichado." Entonces, cautivo de la desesperación y la ter­nura, arrojé mis brazos en torno de su cuello para retenerla o seguirla y para embeberla en mis lágrimas, pero el fantas­ma desapareció. No quedó más que mi dolor.

O voi che travagliate, ecco il cammino
Venite a me'l passo altri non serra.
PETRARCA, SONETO, LIX

Buenas noches, mi querida amiga. Te amo y te beso de todo corazón. Ten, pues, un poco más de piedad por mí, te lo suplico, pues te aseguro que soy más desdichado que lo que piensas. Considera todo lo que sufro: el estado de mi al­ma tiene toda la melancolía de mi imaginación. Abrazo hasta a las personas que me riñen porque de ellas sólo aborrezco sus errores.
Hoy, 17 de febrero, al cabo de dos años de espantosas cadenas.
Vincennes, 17 de febrero de 1779.

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